El 24 de setiembre se fue la vieja. En pocos días
iba a cumplir 92.
La última vez nos abrazamos más que otras veces.
Habrá sido intuición. Nunca se sabe.
Estaba bien. Totalmente lúcida. Frágil. Pero sin
achaques degradantes, aunque ella se quejara de que ya no podía hacer algunas
cosas que extrañaba, como leer novelas o historia, en libros “con letra
chiquita”.
Hablamos de todo. Hasta de política, que le encantaba.
No se perdía una cadena de Cristina y la seguía defendiendo. “¡Dejate de
embromar, nene! Acordate como era antes de Cristina y Kirchner, lo que hicieron
los otros y que ahora quieren volver…”, me sermoneaba.
No tuvimos que esforzarnos para hablar de aquella
promesa hecha en épocas duras, cuando la biología no era la única causa que
definía la hora de salida. Ninguno vería al otro en situación indigna. Nos
recordaríamos así, como en ese momento. Lúcidos y a los abrazos. Claro que lo
dijimos como si lo inevitable fuera a pasar dentro de cien años.
Estuve pensando si fue feliz. No se por que es lo
único que realmente me importa. Estoy seguro que vivió aliviada sus últimos
treinta y tantos años. Y que a veces fue feliz.
Tuvo cuatro hijos. Dos yernos. Tres nueras. Trece
nietos. Siete bisnietos.
Se fue Olguita. Brilló con luz propia en el mar de
fueguitos que según los Neguá -contó Galeano- se pueden ver desde el cielo.
C.V.