Puntosur, 1989
I. EL FENÓMENO PERONISMO
La caracterización del peronismo es un asunto tratado
por innumerables estudios dentro y fuera de nuestro país.
A pesar de toda la
tinta que ha corrido, continúa siendo una incógnita para la opinión pública
internacional, una categoría dudosa en las ciencias sociales y un punto de
inevitable controversia en el debate político-ideológico.
En la Argentina todos "sabemos de qué se
trata" pero está lejos de existir consenso sobre su definición, y no es
extraño encontrar concepciones divergentes en el propio interior del
movimiento.
Una larga lista de ensayos pretende asir el fenómeno
como especie o variedad de alguna categoría política.
Por un lado la línea de interpretación asociada con el
antiguo antiperonismo, enfatizando sus rasgos "totalitarios", ha
insistido en ver esta fuerza como una expresión fascista, aunque la
confrontación rigurosa con los caracteres del nazismo y el fascismo europeo ha
llevado a la mayoría de los analistas a desechar tal filiación.
En ciertos enfoques de base marxista se lo califica,
con alguna benevolencia, de nacionalismo burgués o partido "nacional
democrático", y más críticamente de "bonapartismo".
En cambio, desde el propio peronismo y otras líneas
ideológicas más o menos próximas se lo ha considerado un movimiento
nacional-popular de liberación nacional, "tercerista", e incluso de
rasgos socialistas.
Determinadas caracterizaciones giran alrededor del
concepto populismo, que en unos casos adquiere determinada entidad
teórica y para cierta óptica liberal es meramente sinónimo de
"demagogia" o de agitación sin contenido.
A este catálogo de definiciones hay que agregar las
que afirman la condición sui generis del fenómeno, o sea su
inclasificabilidad, y también una variante que distingue la existencia de varios
peronismos, con lo cual resultaría ser en realidad un conglomerado
contradictorio −y por ende inestable− de diversas especies.
Cualquiera de tales aproximaciones, es decir, todas
ellas, se apoyan en aspectos ciertos de la realidad del peronismo, lo cual no
debería sorprender ya que efectivamente éste muestra datos paradójicos: hay
que admitir que una vertiente filofascista ha alimentado persistentemente
algunas expresiones del movimiento, así como también reconoce influencias del
marxismo y de varias corrientes socialistas; asimila en determinados aspectos
una visión burguesa y hasta liberal, a la vez que aparece como expresión del
movimiento obrero; se alinea con los nacionalismos revolucionarios del Tercer
Mundo, pero sostiene un programa semejante al de los partidos reformistas de
tipo europeo. No es extraño que esto parezca inclasificable. Tampoco es
desatinada la visión del peronismo como un conjunto que aglutina más de una
corriente política (V. Palermo, 1988), de cuya incoherencia cabría deducir la
probabilidad de su escisión.
Sin embargo, estamos considerando un movimiento que se
ha mantenido unido a pesar de sus innegables contradicciones, que no obstante
sus diferentes "rostros" afirma una personalidad inconfundible, y que
ha sobrevivido a las pruebas de la proscripción y varios intentos de fractura,
así como a la desaparición del líder que durante largo tiempo constituyó su
principal factor aglutinante.
La conclusión obvia es que, no obstante la
distinción de tendencias interiores, el peronismo tiene que ser explicado como
un movimiento de síntesis, fenómeno que tiene una lógica política y una
razón de ser.
La perplejidad que suele suscitar el movimiento, su
carácter "atípico" o "aberrante", surge de una óptica que
toma como modelo normal o regular los patrones de la política europea
occidental, es decir el parlamentarismo demoliberal.
Sin embargo, al considerarlo en la perspectiva
histórica argentina y latinoamericana, el fenómeno no resulta tan sorprendente.
Encontramos por ejemplo movimientos que el propio
peronismo reconoce como antecesores, el federalismo argentino del siglo XIX y
el yrigoyenismo.
En el primero, ciertos aportes del liberalismo
revolucionario y del tradicionalismo católico constituyeron un programa
nacionalista con gran arraigo en las masas populares, dirigidas por caudillos
militares que emergían de los grupos terratenientes criollos.
El yrigoyenismo,
un movimiento personalista que en sus orígenes rehusaba considerarse
"partido", concitó asimismo la adhesión de las mayorías populares,
así como el concurso de muy variadas corrientes ideológicas, desde el liberalismo
clásico hasta el nacionalismo en sus vertientes federal y católica.
en otros países se han conformado
incluso fuerzas políticas del tipo del aprismo, el ibañismo o el MNR boliviano,
que presentan "excentricidades" similares a las del peronismo.
Lo que
resulta excepcional en América Latina es el modelo europeo de partidos y el
clásico espectro izquierda, derecha y centro. En cambio aparecen como una
constante los movimientos nacionalistas con heterogéneos componentes
ideológicos y amplia base de masas.
La comparación de estos movimientos proporciona un
marco de referencia indispensable para nuestra indagación, y resulta además
reveladora de la identidad básica que subyace en la diversidad de los fenómenos
políticos latinoamericanos.
Esta ubicación del tema nos permitirá
avanzar posteriormente en la revisión de algunos enfoques teóricos que abarcan
también aquellas otras experiencias "populistas" y, en la tercera
parte del capítulo, efectuar una aproximación conceptual a los componentes
ideológicos del proyecto peronista, considerando cuáles son los actores
sociales que lo han encarnado.
1. El populismo latinoamericano
Los elementos básicos del "populismo
latinoamericano suelen deducirse de una serie de coincidencias en el proceso
político y económico de la Argentina, Brasil y México en el presente siglo.
Sus casos resultan, por cierto, representativos de la realidad de América
Latina, teniendo en cuenta que en población y otros recursos suman
aproximadamente las tres cuartas partes del continente, además de su
tradicional influencia sobre los demás países.
El análisis se enriquecería sin
duda si incluyéramos otros movimientos y partidos como el radicalismo chileno,
el aprismo peruano, el MNR boliviano, la Acción Democrática venezolana, etc.
(cuya comparación ha sido explorada principalmente por T. S. Di Tella, 1973;
1985), pero a los fines de nuestro trabajo será suficiente focalizar los casos
de los países "mayores".
Varguismo, cardenismo y peronismo
Brasil, México y Argentina presentan experiencias
análogas de ruptura con la dominación de los grupos oligárquicos
tradicionales que se habían consolidado durante el ciclo agroexportador
iniciado en el siglo pasado.
Estrechamente interrelacionados con el nuevo
ciclo de industrialización sustitutiva, aparecen regímenes de gobierno que se
apoyan en una amplia conjunción popular y una virtual alianza de diversos
estratos sociales, utilizando el Estado para promover el desarrollo industrial,
nacionalizando áreas económicas estratégicas y realizando una política social
redistributiva favorable para las clases trabajadoras.
Otros aspectos centrales
son la afirmación de la capacidad de decisión nacional y el intento de una política
internacional independiente y latinoamericanista.
También se da como un rasgo
acentuado la organización sindical de los sectores populares vinculada a las
formas de organización política.
El poder aparece fuertemente personalizado en
la figura de un líder que dispone de gran capacidad de maniobra, por encima de
las burocracias partidarias.
La base social no resulta ser un grupo o una
clase, sino la alianza de intereses entre varios sectores: el movimiento
populista no es clasista sino "interclasista".
Su definición
ideológica es un nacionalismo popular, que apela ante todo a valores y tradiciones
de lucha del pueblo, enfatizando también la defensa de la soberanía y la
necesidad de la unidad nacional.
Hay en estos movimientos cierto protagonismo militar,
sobre todo inicialmente, que de algún modo suple la inconsistencia del
empresariado industrial −o sea la ausencia de una típica burguesía moderna− y
también se manifiesta un estilo personalista y verticalista en el ejercicio del
poder.
En Brasil, el ciclo populista se inició con la
revolución cívico-militar de 1930, que llevó a Getulio Vargas a la presidencia
encabezando un movimiento modernizante contra el predominio de la oligarquía
paulista.
Legitimado como presidente constitucional en 1934, Vargas recurrió
a un autogolpe en 1937 para implantar el Estado Novo, régimen de corte
autoritario que luego procuró liberalizar creando dos partidos: el social
democrático y el trabalhista, el "brazo" derecho y el
izquierdo, que le permitieron mantener su influencia aun después de ser
derrocado por un golpe en 1945, y luego retornar al poder en 1950. Tras el
dramático suicidio de Vargas en 1954, el getulismo se bifurcó en el
desarrollismo de Kubitschek y el laborismo de Goulart (V. Bambirra y T. Dos
Santos, 1977: 136-146).
En México, aunque los antecedentes se remontan a la
Revolución de 1910, la fase típicamente populista se manifiesta con el general
Lázaro Cárdenas, electo presidente en 1934.
Este se apoyó en las agitaciones
obreras para renovar el impulso revolucionario, desplazando el control
burocrático ejercido por el ex presidente Plutarco Elías Calles, que había "llegado
a ser el representante del sector latifundista tradicional" (J.
Labastida, 1985: 319).
Cárdenas reestructuró el partido oficial y trató de
encauzar en él el rol del ejército.
En 1939 promovió para sucederle a otro
general, Avila Camacho, en cuyo gobierno desempeñó la secretaría de Guerra,
pero el cardenismo fue perdiendo fuerza y quedó reducido a una tendencia menor
dentro del partido (R. Pozas, 1985: 285-323).
En la Argentina, la experiencia comienza con el golpe
militar de 1943 contra la vieja oligarquía agroganadera, y se convierte en un
amplio movimiento popular incorporando a la clase obrera sindicalizada junto a
una vertiente del yrigoyenismo, que representaba en cierta forma su inmediato
antecedente populista.
Elegido presidente por dos períodos, Perón fue depuesto
por un golpe en 1955, pero el justicialismo resistió dieciocho años de proscripción
y volvió al poder en 1973.
Perón desempeñó la presidencia por tercera vez y
luego de su muerte el gobierno fue derrocado; el movimiento subsistió
reorganizándose como partido.
Las coincidencias objetivas de estas experiencias no
se tradujeron en acuerdos entre los gobiernos: el cardenismo fue anterior al
peronismo, y coincidió con un período de inclinación filo-fascista del
varguismo;
Perón y Vargas intentaron establecer una alianza, pero la influencia
norteamericana en Brasil lo impidió (M. Hirst, 1985; Perón, 1984: 86-90).
No
obstante, los tres gobiernos mantuvieron posiciones análogas en la política
exterior latinoamericana, haciendo visibles esfuerzos por preservar su independencia
ante las presiones imperialistas de los Estados Unidos.
La escasa comunicación
y la inexistente conexión orgánica entre estos movimientos −incluso cierto
desconocimiento mutuo de sus experiencias− refuerza la idea de que sus
semejanzas se explican por la naturaleza común de la problemática que
afrontaban, a pesar de las disparidades de sus respectivas tradiciones
políticas y la secular incomunicación cultural entre los países.
La base industrial
En términos económicos, la condición de posibilidad de
estos procesos era el crecimiento industrial apoyado en la ampliación del
mercado interno, lo cual permitía una coincidencia de intereses de importantes
sectores medios y empresarios con las clases trabajadoras.
La crisis de los
años '30 alentó la industrialización para sustituir manufacturas que no podían
importarse, dada la falta de divisas, y las circunstancias de la segunda guerra
mundial configuraron otro período estimulante en el mismo sentido.
Los países
latinoamericanos que habían alcanzado un grado apreciable de diversificación
de su estructura productiva antes de 1930 se encontraban en condiciones
favorables para emprender esa nueva fase de expansión. Esto requería además un
conjunto de medidas estatales para facilitar financiación, promover obras y
servicios de infraestructura, y también para asegurar la formación de recursos
humanos calificados (O. Sunkel y P. Paz, 1973: 344-366).
Los gobiernos populistas instrumentaron el Estado al
servicio de la industrialización y el desarrollo socioeconómico, expandiendo
el sector público, nacionalizando empresas extranjeras e interviniendo en la
producción, aunque en todos los casos se dejó un ancho campo a las inversiones
de capital local y externo, mediante distintas formas de articulación de la
actividad estatal y privada (ver F. H. Cardoso y E. Faletto, 1973: 109-126).
En Brasil, Vargas instrumentó el confisco cambial
que implicaba una subvención a la oligarquía cafetalera pero permitía al Estado
controlar las divisas provenientes de la exportación para adquirir insumes y
equipos industriales.
Los sectores de interés estratégico fueron promovidos
directamente por el Estado, alentando la formación de una burguesía industrial
que se constituyó con cierta independencia de la clase terrateniente
tradicional.
En la década del '40 la cantidad de establecimientos industriales
y de personal ocupado casi se duplicó. En su último gobierno, Vargas concretó
la nacionalización del petróleo y el monopolio estatal a través de Petrobras,
así como un salto adelante en industrias básicas como la siderurgia.
Cárdenas tuvo que moderar sus planes socializantes para lograr el
concurso de los empresarios, y en la última etapa de su gobierno se definió el
modelo de desarrollo que aplicarían sus sucesores, caracterizado por el
control estatal pero con amplias facilidades para el capital privado, e incluso
las inversiones extranjeras.
En la Argentina, el proceso de industrialización empezó
en los años '30 con escasa intervención directa del Estado, como función de una
burguesía industrial dependiente de la oligarquía agroimportadora tradicional.
El peronismo apareció bastante después −lo que constituyó su diferencia
principal con el varguismo y el cardenismo−
realizando la tarea de consolidación del desarrollo iniciado, la
extensión social de sus beneficios y la organización del apoyo crediticio y
técnico, incluso a los grupos incipientes del pequeño empresariado.
La nacionalización
de los ferrocarriles, teléfonos, líneas aéreas y marítimas, así como el impulso
a la siderurgia, la explotación petrolera y carbonífera, la industria automotor
y otros sectores básicos y de infraestructura, constituyeron los aportes de la
iniciativa estatal para desplegar la potencialidad del proceso, a lo cual hay
que añadir la importancia de los nuevos servicios sociales, previsionales y educativos.
De 1943 a 1949 el salario real de los obreros
industriales se incrementó en un 60%, y la población universitaria se triplicó
largamente, pasando de 63.319 a 201.437 estudiantes. Entre 1946 y 1949 la
participación de los trabajadores en la renta nacional aumentó del 40,1 al 49%
(D. Rock, 1975: 187;F. Chávez, 1975).
Estas realizaciones, que a los críticos de izquierda
parecen modestas, constituyeron sin embargo una transformación cualitativa en
estos países, cuyas proyecciones se extienden hasta hoy: definieron un camino
irreversible hacia la industrialización y la modernización de la estructura
social, aunque muchas de sus conquistas o sus logros políticos fueron
derogados, desvirtuados o revertidos posteriormente.
Es cierto que después de
la crisis del '30 y hasta comienzos de los años '50 existieron condiciones
básicas favorables en materia de términos de intercambio con los países
centrales, que hicieron menos gravosa la reasignación de recursos para financiar
o apoyar el desarrollo industrial.
La posterior caída de los precios relativos
de las exportaciones tradicionales latinoamericanas agudizó la puja
distributiva y exacerbó la oposición de los grupos agroexportadores.
Pero, además,
se manifestaron los límites del proceso de industrialización sustitutiva: el
sector industrial dependía de tecnologías y bienes de capital importados y no
exportaba, produciendo sólo para el mercado interno protegido, por lo que los
ingresos externos de la economía los aportaba la exportación tradicional: la
industria ya no permitía ahorrar divisas, sino que las reclamaba crecientemente
para importar componentes, insumes y equipos. El conjunto de estas dificultades
perturbaba la producción y se traducía en problemas de desequilibrio en las
cuentas externas (Sunkel y Paz, 1973; 366-380; M. Diamand, 1973: 56-61; C. F.
Díaz Alejandro, 1965).
Desplazados los movimientos populistas del poder, una
segunda fase de industrialización sustitutiva tendría como protagonistas
decisivos las empresas transnacionales, que ingresaron o se expandieron en los
mercados protegidos, desarrollando nuevas ramas productivas y provocando una
compleja reestructuración.
Esta etapa, que se correspondía con un ciclo
expansivo internacional de los capitales norteamericanos, se proyectó en México
a partir de las reformas introducidas bajo las presidencias de Miguel Alemán y
Ruiz Cortines, y en Brasil y Argentina luego de la casi simultánea caída de
Vargas y Perón a mediados de los '50.
Los movimientos populares de las décadas
siguientes enfrentaron la desnacionalización económica y sus efectos sociales
regresivos.
A este rumbo del proceso latinoamericano de industrialización,
que resultaría cada vez más una vía de profundización de la dependencia, se
oponían las propuestas de integración que Perón había formulado desde el
comienzo de su gobierno, postulando "la constitución inmediata de una
unión aduanera sudamericana, a fín de que formemos un bloque económico"
(cit. por F. Luna, 1986: t. III, 10).
La idea del ABC, el triángulo
Argentina-Brasil-Chile como plan llave para la integración continental,
inspiró recurrentes iniciativas de Perón: el primer tratado bilateral con
Chile de 1946 no fue ratificado, pero en 1953 se pactó una unión económica
argentino-chilena con el gobierno de Ibáñez.
Aunque no fue posible concretar la
adhesión de Brasil, se suscribieron tratados análogos con Bolivia, Paraguay,
Ecuador, Colombia y Venezuela, en la perspectiva de una comunidad regional que
echara "las bases para los futuros Estados Unidos de
Latinoamérica" (Perón, 1984; 79-92, 105, 172).
Las limitaciones del mercado interno, las cíclicas
dificultades para una expansión exportadora sostenida, la necesidad de insumos
críticos e incluso el insuficiente desarrollo de industrias básicas tenían
solución inmediata dentro del proyecto de integración continental, del que
iniciativas posteriores como la ALALC fueron un sucedáneo inconducente.
Como
lo demostró un estudio del SELA (1982: 38), el total de las exportaciones y una
elevada proporción de las importaciones argentinas en el momento del bloqueo
de los países de la OTAN por el conflicto de las Malvinas podían ser
respectivamente vendidas y compradas a los demás países de América Latina.
Los
obstáculos con que han tropezado estas propuestas indican que existen fuertes
intereses contrarios a un proyecto de esa magnitud, que alteraría las reglas
de juego del capitalismo transnacional y la tutela política norteamericana
sobre la región.
Los movimientos
Lo que caracteriza a estos regímenes y los distingue
de otras experiencias de gobierno es su actuación sobre el sistema político y
económico cambiando la relación de fuerzas, desplazando a ciertos grupos
locales y extranjeros del poder económico e incorporando los sectores populares
como base del poder político.
Las clases trabajadoras cumplen un rol central proporcionando al régimen una mayoría electoral, una base social susceptible de organización y movilización, y además un factor de consolidación del mercado interno −que es el sustento económico del modelo industrialista−, pues se convierten en importantes consumidoras de bienes y servicios.
Las clases trabajadoras cumplen un rol central proporcionando al régimen una mayoría electoral, una base social susceptible de organización y movilización, y además un factor de consolidación del mercado interno −que es el sustento económico del modelo industrialista−, pues se convierten en importantes consumidoras de bienes y servicios.
Un rasgo característico de los movimientos que sostienen
estas experiencias es su fundación u organización desde el Estado.
No se trata de partidos surgidos en el llano o en la oposición −caso de otros populismos como el APRA− sino de estructuras creadas "desde arriba", modeladas desde el poder por decisión del jefe del gobierno. Otro aspecto muy interesante es la composición social que reflejan las alas o sectores integrantes de la organización partidaria, que adquiere cierto perfil de coalición.
No se trata de partidos surgidos en el llano o en la oposición −caso de otros populismos como el APRA− sino de estructuras creadas "desde arriba", modeladas desde el poder por decisión del jefe del gobierno. Otro aspecto muy interesante es la composición social que reflejan las alas o sectores integrantes de la organización partidaria, que adquiere cierto perfil de coalición.
Vargas, que provenía de la Alianza Liberal de los años '20 y luego estuvo cerca del integralismo profascista, fundó al fin en 1945 sus dos partidos propios: el Trabalhista, de base obrera y popular urbana, y el Social Democrático, de corte moderado o burgués y con más arraigo en el interior rural. Vargas fue candidato a presidente por ambos partidos, y después de su muerte éstos integraron una fórmula mixta con sus respectivos líderes: Juscelino Kubitschek-Joao Goulart.
Cárdenas dio una dura batalla, siendo ya presidente, para tomar el control del Partido Nacional Revolucionario, y cuando consiguió expulsar a Calles lo recreó en 1938 con el nombre de Partido de la Revolución Mexicana, sustituyendo su estructura regional basada en el caudillismo por una organización representativa de cuatro sectores: campesinos, obreros, militares y clases medias. Su sucesor, Avila Camacho, suprimió el sector militar en 1940, y en 1946 disolvió el PRM para crear el Partido Revolucionario Institucional, instrumentando la concentración del poder presidencial y un desplazamiento de la izquierda cardenista.
Perón forzó la integración en una fuerza única de los dos
partidos que le habían permitido triunfar en las elecciones de 1946: el
laborista de base obrera, cuyos fundadores fueron marginados, y la UCR renovadora,
de clase media. Paralelamente, Eva Perón organizó a las mujeres como Partido
Peronista Femenino, y el “Movimiento peronista" incluyó además la CGT. El
justicialismo mantuvo siempre esta distinción de ramas.
Otra característica significativa de estos movimientos
es la organización corporativa de los sectores populares −por cierto muy
diferente al corporativismo de inspiración fascista, ya que se mantiene la individualidad
de clase− y el encuadramiento político-partidario de esas organizaciones.
Distinguiéndolos de los ensayos corporativistas excluyentes típicos de ciertos
regímenes antipopulares, G. Pasquino (1981) califica esa modalidad como incluyente,
ya que sus objetivos son centralmente movilizadores, con el efecto de controlar
o disuadir los desafíos sociales, pero reforzando y no reemplazando la
participación política clásica.
El varguismo sancionó una legislación laboral y de
previsión social, impulsó el desarrollo de un nuevo sindicalismo −sujeto al
reconocimento oficial− en todo el país, y mantuvo independencia frente a las
entidades patronales de la industria, que actuaron como grupos de presión (L.
Martins Rodrigues, 1977). El cardenismo se apoyó en un importante sector sindical
de izquierda, y promovió la unificación de diversas organizaciones de masas a
través de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) y la Confederación
Nacional Campesina; por otro lado, se creó una Confederación Nacional de
Cámaras de Comercio e Industria. Desde su origen, el peronismo tuvo base en los
sindicatos obreros que fueron su principal respaldo social y político; obtuvo
el apoyo de la Federación Agraria Argentina, representante de pequeños
propietarios y arrendatarios rurales, y trató de organizar el empresariado
dentro de la Confederación General Económica (CGE); lo mismo se intentó con los
estudiantes y profesionales en la CGU y la CGP, aunque en los sectores medios
predominaron las entidades opositoras.
La presencia o la influencia militar en estos movimientos no es solamente accidental. Vargas fue un líder civil, pero desde el comienzo los tenentes constituyeron un factor de importante gravitación en su gobierno. Cárdenas y Perón no sólo salían de las filas del ejército, sino que contaron con los cuadros y las instituciones militares −o algunos sectores de ellas− como respaldo decisivo en determinadas coyunturas. En los ejércitos de aquella época aparecen nítidamente ciertos grupos que, a partir de una conciencia nacionalista, proponen la industrialización y coinciden con el proyecto populista.
En cuanto al discurso ideológico, cada uno de estos movimientos tiene sus particularidades. Alrededor de un eje nacionalista de tono social, el varguismo acentuó, en fases sucesivas, expresiones corporativas, democráticas y socializantes. El cardenismo se inscribe en la tradición democrática y laicista de la Revolución Mexicana, profundizando afirmaciones socialistas y antifascistas. Perón define su doctrina justicialista como tercera posición entre capitalismo y comunismo, entre liberalismo y marxismo, proponiendo un nacionalismo democrático, social y cristiano.
En el varguismo y el peronismo se advierten ciertas influencias del modelo fascista italiano; ello fue más evidente en Vargas, hasta que en 1941 cambió tomando partido por los aliados. Aunque la doctrina justicialista asumió los contenidos del cristianismo, el peronismo −como el cardenismo− tuvo un grave conflicto con la Iglesia católica motivado por divergencias doctrinarias y colisión de intereses políticos. Hay una notable semejanza, por otra parte, en el combate ideológico y político que libran estos movimientos contra la oposición conservadora o de derecha, que los acusa de “totalitarismo" por vulnerar los derechos y libertades individuales. Las relaciones con la oposición de izquierda son más complejas: el varguismo tuvo fases de acercamiento y enfrentamiento con el Partido Comunista Brasileño; el cardenismo contó en general con apoyo comunista; el peronismo se enfrentó duramente con comunistas y socialistas, aunque asimiló algunas fracciones de izquierda y tuvo con otras algunos períodos de entendimiento.
La descendencia
El momento de prueba para estos movimientos articulados
desde el gobierno comienza cuando son desplazados del poder y se opera una
fuerte reacción contra las estructuras que han edificado. Sobreviene entonces
una radicalización de sus planteos, que encuentran mayor o menor eco popular
según la evolución del proceso político. De diversas maneras los regímenes
posteriores continúan algunas orientaciones irreversibles, y se hace evidente
la inviabilidad de la propuesta de las viejas oligarquías, pero en todos los
casos hay una retrogradación de las conquistas sociales y un recorte a la
influencia de las organizaciones obreras.
El varguismo se prolongó en el trabalhismo liderado por el ex ministro de Trabajo de Vargas, Joao Goulart, quien en 1962 accedió a la presidencia profundizando el programa populista. La reforma agraria trató de ampliar el movimiento hacia el sector campesino, donde prácticamente no había llegado la política de Vargas, pero éste fue también uno de los factores que motivaron su derrocamiento. El régimen posterior al golpe militar de 1964 persiguió e inhabilitó a sus dirigentes. Al morir Goulart, el liderazgo fue asumido por Leonel Brizola, quien definió una línea socialdemócrata manteniendo el tradicional perfil nacional-populista. También en el MDB se nuclearon muchos dirigentes del varguismo, entre ellos el malogrado presidente electo Tancredo Neves, que había sido primer ministro de Goulart. Pero las nuevas organizaciones sindicales se apartaron del trabalhismo constituyendo, con el apoyo de grupos progresistas católicos, el movimiento de la CUT y el Partido de los Trabajadores.
El cardenismo siguió siendo la llamada "izquierda oficial" dentro del PRM, debilitándose en la época del PRI. Logró influir desde sus bases sindicales, pero se fue diluyendo políticamente. Cárdenas fue más adelante el impulsor del Movimiento de Liberación Nacional, un efímero agrupamiento de tendencias solidarias con la Revolución Cubana. Puede decirse que el cardenismo continuó inspirando a la izquierda nacionalista y democrática, dentro y fuera del partido oficial. Posteriormente resurge con el liderazgo de Cuauhtémoc Cárdenas hijo del ex presidente, ex gobernador de Michoacán, que se separó del PRI en 1987 y fue candidato del Frente Democrático Nacional en las elecciones de 1988, provocando una escisión importante en el oficialismo.
El peronismo sobrevivió a casi dos décadas de proscripción, persecuciones e intentos de asimilación, replegándose en la clandestinidad y en los sindicatos y siguiendo las directivas del líder exiliado. Recuperó la casi totalidad del sindicalismo, amplió su organización e influencia en la juventud y las clases medias; Perón radicalizó sus consignas, apoyó la acción de los grupos armados, pactó con los demás partidos para aislar a la dictadura militar, y volvió al poder reuniendo una enorme mayoría electoral. Pero las contradicciones entre la izquierda y la derecha peronista tornaron inmanejable el movimiento a la hora de ejercer el gobierno. La muerte de Perón exacerbó las confrontaciones y dejó un persistente vacío de autoridad, que sólo ha podido comenzar a subsanarse a partir de 1985, cuando los renovadores consiguieron legitimar una dirigencia a través de la democracia interna; en esta nueva etapa el clásico nacionalismo popular derivó en un reformismo moderado, y el gobierno de Menem impulsó en 1989 un programa económico liberal manteniendo ciertos aspectos del estilo populista tradicional.
De los tres movimientos, el peronismo es el que más nítidamente ha mantenido la continuidad orgánica, a pesar de las transformaciones que se fueron operando en su seno. Ya hemos señalado cómo el cardenismo se prolongó en lo que muy genéricamente podría llamarse la izquierda de la Revolución Mexicana, y luego con Cuauhtémoc Cárdenas ha fundado una nueva coalición política. Aunque el trabalhismo democrático (el PDT) de Leonel Brizola suele ser considerado heredero directo de Vargas, muchos de los dirigentes, grupos y experiencias políticas nucleados en el PMDB pueden considerarse igualmente descendientes del varguismo, y ni unos ni otros mantienen una identificación demasiado acentuada con sus fuentes. De todos modos, la articulación de una opción de poder requiere una alianza de estos sectores con el pujante PT, que expresa las bases obreras y populares en las zonas más dinámicas del país.
La comparación de los tres populismos nos ayuda a comprender mejor cada uno de ellos, situándolos en el espectro político latinoamericano como emergencia característica de un momento histórico. Los economistas han realizado estudios comparativos de la fase de despegue de la industrialización sustitutiva que aportan una visión esclarecedora sobre las condiciones de analogía que presentan estos países. Sin embargo, los cientistas políticos no han profundizado en la misma medida el análisis de los paralelismos, afinidades y también divergencias entre los respectivos movimientos nacional populares. Estos movilizaron profundamente y produjeron un avance sustancial en la politización de las clases subalternas, y su carácter revolucionario consiste en que hicieron imposible el retorno al antiguo sistema oligárquico. Recibieron aportes disímiles del marxismo, el fascismo, el liberalismo y el cristianismo, pero sus rasgos ideológicos básicos expresan un nacionalismo popular típicamente latinoamericano, que enraíza con las tradiciones de la lucha de nuestros pueblos por su emancipación. Seguramente esa continuidad de una profunda corriente histórica nacional popular es más importante que la influencia de los modelos europeos para filiar estos movimientos.
El interrogante es si las fuerzas que surgieron hace medio siglo respondiendo a los efectos y las oportunidades que implicó en América Latina la crisis del '30 y la guerra mundial pueden dar respuesta a los desafíos actuales, vinculados con otra crisis mundial muy diferente. El panorama de fines de los años '80 muestra un renovado ascenso e indica la posibilidad de retorno al poder, en los tres países mayores del continente, de los descendientes del varguismo, el cardenismo y el peronismo. Esto pareciera tener razones más profundas que la simple casualidad. Pero las exigencias del presente cuadro socioeconómico, en el que de algún modo están siendo puestos a prueba, imponen una actualización de su programa, y también una transformación de estas fuerzas (en el sentido literal, cambiar de formas) para seguir siendo fieles a sus motivaciones originarias. ¿Cuáles son las nuevas formas, la nueva síntesis que adoptan los partidos "sucesores"?
Entre los factores de diferenciación de las experiencias inciden las disparidades de desarrollo y las características del bloque de intereses dominante en los respectivos países, así como la conformación de las capas populares mayoritarias. Es evidente por ejemplo que el progresivo estancamiento argentino tiene consecuencias distintas que el accidentado crecimiento brasileño, donde la clase obrera continúa expandiéndose y asimilando migrantes campesinos; o que la estabilidad del sistema mexicano no es comparable con la irregular evolución política de los otros países. Sin embargo, en los tres casos se configura en los últimos años un régimen democrático pluralista que es valorado como una conquista popular, e inciden procesos análogos de concentración del poder, crisis financiera y reestructuración industrial, marginalización laboral, regresión del sistema de seguridad social, inflación, etc., que reclaman análogas respuestas políticas de los sectores populares.
La nueva corriente cardenista rompió con el tronco histórico del PRI, ante la progresiva inclinación de éste hacia el proyecto neoliberal "modernizador". El trabalhismo democrático de Brizola se escindió de las variantes "de derecha" del varguismo, pero su espacio social fue ocupado en parte por la expansión del PT, liderado por el sindicalista Luiz da Silva (Lula); esta expresión —más radicalizada y combativa— de un laborismo basado en los sindicatos como el de la anterior etapa populista, sería en tal sentido una descendencia de otro tipo. El justicialismo se reestructuró mediante la lucha democrática interna evitando rupturas como las que sufrieron los demás movimientos; sin embargo, está sometido a fuertes tensiones y contradicciones que pueden tornarse críticas ante el vuelco liberal del gobierno de Menem.
La evolución de estas fuerzas "sucesoras" y su papel en la escena política actual está aún procesándose, sin que una efectiva comunicación entre ellas les permita reconocer sus coincidencias y debatir los problemas que afrontan. Es evidente que, a partir de la matriz populista original, atravesaron períodos de radicalización pero fueron insertándose luego como partidos en un sistema político pluralista, descartando las vías revolucionarias. Uno de los dilemas centrales que se les presenta hoy es la actualización de sus programas, basados en el modelo de Estado dirigista, para impulsar una salida de la crisis congruente con las expectativas de sus bases sociales.
2. LA LUCHA POR EL SIGNIFICADO
Fascismo, populismo, corporativismo, revolución, modernización:
el lenguaje político, su vocabulario de lugares comunes y categorías, sirve
para revelar y ocultar, para aclarar o confundir la visión de los fenómenos
sociales. Según palabras de un poeta amigo, el pulido discurso de los
funcionarios del desarrollo se especializó en rebautizar los efectos para
ocultar las causas. El léxico de las ciencias sociales, que llega al
público amplificado por los medios de comunicación, está cargado de intencionalidad
ideológica. Es ineludible entonces el cuestionamiento de los instrumentos
conceptuales. Cierta regla del razonamiento lógico exige que, antes de iniciar
una discusión, las partes se pongan de acuerdo sobre el significado de los
términos a emplear; aunque como dijo Canal Feijóo, "una vez de acuerdo
sobre el significado de las palabras, ¿para qué seguir hablando, de qué
ya?".
Un precedente memorable de batalla semántica, protagonizado por Alberdi un siglo atrás, impugnaba el significado de los términos civilización y barbarie utilizados por Sarmiento: nada más absurdo, decía, que llamar bárbaros a los campesinos argentinos de origen, religión y lenguaje greco-latinos. "Hay una barbarie letrada mil veces más desastrosa", la de los "civilizadores" que arrasaron las campañas con guerras dos veces más largas, sangrientas y onerosas que las de los caudillos federales, hipotecando las rentas y el futuro del país (Alberdi, 1895-1901: X, 241; XI, 615).
Aquella cuestión se prolonga en nuestros días con la dicotomía engañosa que encierran las nociones de desarrollo y subdesarrollo, de la cual se deduce la ideología de la modernización. Frente al uso impuesto de estos términos, Celso Furtado, Osvaldo Sunkel y otros economistas latinoamericanos reformularon la idea de subdesarrollo, explicándolo como un fenómeno sincrónico resultante del desarrollo de los países centrales. Hace medio siglo, Haya de la Torre invirtió la fórmula de Lenin para afirmar que en América Latina el imperialismo no era la última sino la primera fase del capitalismo; hoy, entre los regulacionistas franceses se constata casi con los mismos términos que también en la economía central "el capitalismo nació del imperialismo” (A. Lipietz, 1987: 72-75). Desde diversos ángulos, el revisionismo histórico argentino, el indigenismo de Mariátegui y Haya de la Torre, la antropología americana que esbozaron Rodolfo Kusch o Darcy Ribeiro, fundamentan el replanteo de nuestra historia recusando el paradigma eurocéntrico. Es un camino difícil, contra la corriente de la rutina académica y las modas intelectuales.
Pero no hay otra forma de evadirnos de la red neocolonial que dejar de "ser pensados" desde el centro y pensar por nosotros mismos. Seria tan torpe cerrar los ojos a las teorías que provienen del mundo desarrollado como aceptar sus modelos sin cuestionarlos. No es posible asimilar la riqueza del pensamiento occidental sin operar una revisión crítica de sus contenidos, lo cual supone para el intelectual del mundo periférico una doble responsabilidad: pensar y revisar las categorías con que piensa. Este tamiz conceptual exigirá a menudo subvertir, invertir o inventar sus proposiciones, evitando a cada paso caer en las trampas de una lógica descentrada de su objeto. Esa es nuestra propia lucha por el significado. En la Argentina, uno de los terrenos de batalla tal vez el más escabroso, el más arduamente disputado es precisamente, y no casualmente, la caracteri-zación del movimiento peronista.
En las páginas que siguen emprendemos una pesquisa de las distintas posiciones adoptadas por los actores del debate ideológico, desde la artillería de grueso calibre respecto del "fascismo peronista" o las ideas sobre su contenido revolucionario, hasta las más sutiles elaboraciones de la teoría del populismo. No es un catálogo exhaustivo, sino un sumario recorrido en torno de algunas tesis a través de las cuales es posible ir aclarando las líneas de sentido del fenómeno peronista.
Un fascismo retardado o imaginario
La identificación del peronismo con el fascismo se
remonta a la época de la Unión Democrática, que reunió en su contra a todos los
partidos tradicionales, y al embajador norteamericano Braden, cuando el jefe
comunista Victorio Codovilla acuñó la célebre consigna de "batir al
naziperonismo". Esta idea, que parecía haber sido suficientemente refutada
y descartada, al menos en el debate público local, reapareció sin embargo en
algunos ensayos de los últimos tiempos.
En un conocido estudio colectivo sobre La naturaleza del peronismo (1967: 157), el profesor Carlos Fayt, notorio antiperonista, detecta numerosas y ominosas semejanzas con el fascismo, aunque con la precaución de reconocerles entidad de "analogías formales o externas". De las numerosísimas opiniones citadas o recogidas en ese trabajo, sólo un antiguo texto del conservador Reynaldo Pastor llega a calificar al peronismo de "versión vernácula" del nazifascismo (Pastor, 1959; 187 y ss.); Seymour Lipset capta que sus bases obreras y su contenido anticapitalista no configuran un fascismo, sino en todo caso un "fascismo de izquierda" (Lipset, 1963: 152 y ss.); por su parte, Halperín Donghi expone la tesis del fascismo posible, es decir, que Perón habría establecido la máxima dosis de fascismo que el país era capaz de soportar (Fayt, 1967: 198).
La interpretación del peronismo en clave fascista omite las insalvables diferencias históricas entre los países del Viejo Mundo donde existieron regímenes de tipo fascista y la realidad de un país como el nuestro, homologa el nacionalismo expansionista europeo con el nacionalismo defensivo latinoamericano, asimila la estructura movimientista del peronismo con el partido único y el corporativismo, e ignora tanto la diversa composición social como los grupos de intereses dominantes en uno y otro caso. Es un ejercicio típico de transposición impropia de las categorizaciones europeas, que oscurecen en vez de aclarar el objeto.
La cuestión aparece una vez más debatida en una reciente compilación de José Enrique Miguens y F. C. Turner (1988: 20-42), donde el primero recuerda y critica con copioso apoyo documental el origen de estos equívocos. Cristian Buchrucker (1987: 392-399), aunque califica al peronismo como populismo autoritario, refuta las comparaciones con el fascismo formuladas por autores como Peter Waldmann, P. M. Mayes, R. J. Alexander, Thamer y Wippermann. Si bien el extremismo de derecha proliferó durante el "intento de fascistización" que sufrió el peronismo y el país en 1974-75, según lo califica en otro texto Buchrucker (1988: 77), hay que recordar, como hace el mismo autor, que fue contrarrestado desde el interior del propio movimiento. Este tema, sobre el que volveremos más adelante, merece una reflexión más detenida. Aunque aquella etapa de descomposición del gobierno sobrevino después de la muerte de Perón, ello no exime totalmente su responsabilidad por el encumbramiento de los aventureros irresponsables que ejercieron el poder. Hubo, en cualquier caso, una derivación "fascistizante" del peronismo, que arriesgaba convertirlo en instrumento de los intereses del establishment, negando su proyecto histórico y su programa de 1973. Pero lo más parecido al nazismo que vivió la Argentina vino después, y para ello fue necesario desalojar al peronismo mediante el golpe de Estado.
De todos modos, en la época del Proceso tuvieron alguna difusión las tesis acerca de una supuesta continuidad entre el populismo peronista y el autoritarismo militar, llevando al extremo algunas observaciones de Guillermo O'Donnell (1982) y Alain Rouquié (1984) en sus estudios sobre la hipertrofia militarista en la Argentina. Entre otras contribuciones a la confusión general, el marxista español Sergio Villar (1978) juzgaba desde París al peronismo como "un fascismo de efectos retardados": caracterizando una progresiva autonomía de los militares como fracción de las clases dominantes en países como la Argentina y Brasil, abusaba en realidad de la conocida metáfora del partido militar y atribuía las culpas originarias del fenómeno al peronismo y el varguismo. Con mayor información y rigor, algunos trabajos de Marcelo Carmagnani y otros politólogos italianos (1981) exploraron las similitudes aparentes y las profundas divergencias que impedían confundir el Estado populista latinoamericano con el Estado autoritario de aquellas dictaduras.
En escritos anteriores, Juan José Sebreli (Fayt, 1967: 198-200) reconocía al peronismo haber revolucionado el viejo orden caduco propugnando uno nuevo, practicando una propedéutica del poder popular. Autocrítico de sus veleidades juveniles, en un libro posterior cree descubrir las tendencias imaginarias del peronismo y su carácter "reaccionario", dado que "aspiró siempre a ser un fascismo y realizó la mayor cantidad de fascismo que le permitieron la sociedad argentina y la época en que le tocó actuar" (Sebreli, 1983: 24). El sesgado racconto histórico que hace el autor a partir de ese juicio de intenciones pretende apuntalar la tesis que podría llamarse del fascismo interruptus, ya que éste, "como todo en el peronismo, quedó a mitad de camino".
Algo parecido sugiere Pablo Giussani (1984: 200) en su agudo ensayo sobre los montoneros, donde habla de un "fascismo básico" de Perón, cuya inserción histórica "habría de desgajarlo de su molde originario"; el fascismo resulta ser entonces una permanente intencionalidad del líder, que producía efectos contrarios a los deseados: en vez de conquistar el establishment se enfrentó a él, en vez de la conciliación de clases detonó una guerra de clases, etc. (¿otra vez la paradoja del fascismo de izquierda?), todo lo cual se hilvana en una argumentación dirigida a conjeturar que Perón instrumentó su propia amenaza guerrillera para espantar a la burguesía y conseguir que aceptara la solución fascista.
En ese tipo de razonamientos, el fascismo peronista no va mucho más allá de un juicio impresionista sobre los designios de Perón, asunto por cierto discutible que no carece de interés, pero resulta por lo menos insuficiente para caracterizar el movimiento histórico real que él fundó y lo sobrevive. El modelo fascista, que interesó a muchos políticos latinoamericanos habitualmente no imputables de tentaciones totalitarias, desde Jorge E. Gaitán hasta Lisandro de la Torre, aportaba algunos elementos importantes para la remodelación del Estado en el sentido de una estrategia de desarrollo y autonomía nacional, a pesar de su contenido autoritario y reaccionario. Su influencia es un dato a tener en cuenta, aunque no explica ni sirve seriamente para categorizar el peronismo.
El movimiento nacional
El enfoque del peronismo como nacionalismo burgués
se relaciona con el análisis marxista de la etapa
"democrático-burguesa", realizadora de cambios análogos a los que
significó la revolución de 1789 en Francia. La percepción leninista del
problema nacional en los países dependientes, enfatizada por Trotsky, señala el
carácter progresivo de la lucha de los pueblos oprimidos por la independencia y
la unidad, valorizando los movimientos nacional-democráticos como precedentes o
como potenciales aliados de la causa del proletariado. Tal es el fundamento
teórico de la corriente de la izquierda nacional que integraron
intelectuales provenientes de diversas tradiciones marxistas.
Recogiendo una tradición significativa aunque muy minoritaria en el pensamiento socialista, que expresó principalmente Manuel Ugarte, los ensayos de Jorge Abelardo Ramos (1949; 1973) desarrollan la tesis de la revolución nacional inconclusa. Iniciada en 1810 a escala continental, encarnada por las figuras de Bolívar y San Martín, la revolución no llega a consumarse por la regresión oligárquica y la influencia del imperialismo británico que balcanizó América Latina. El proyecto revive en Argentina con las luchas federales de los caudillos del interior, en la figura de Roca, en el yrigoyenismo y en el peronismo. La causa de la nación latinoamericana reconoce asimismo las contribuciones del aprismo y Mariátegui, el MNR y otros movimientos nacionalistas populares. En esta concepción resulta clave el papel revolucionario del ejército, y de allí el énfasis que pone Ramos en reivindicar el protagonismo militar en las luchas nacionales, asunto sobre el cual también se destacan los aportes de interpretación histórica de Eduardo Astesano (1949). Una idea que recorre el análisis de Ramos sobre la revolución y la contrarrevolución en la Argentina es la existencia de dos ejércitos, en rigor dos formas de instrumentarlo, al servicio de la causa nacional o contra ella.
El peronismo representa para Ramos un frente nacional, en el que destaca el aporte sustancial del movimiento obrero y la actitud vacilante de la burguesía nacional, la cual a pesar de enriquecerse con Perón termina por abandonar el frente. Ramos fue el precursor de la definición del peronismo como régimen "bonapartista" aplicando un concepto de Marx y Engels que Trotsky reactualizó en relación con los países coloniales (Hernández Arregui, en Methol Ferré, s/d: 76-77). Tal régimen representa objetivamente los intereses materiales de la burguesía, aunque sin darle participación en el poder político, lo cual le permite hacer concesiones a otras clases; en los momentos de crisis, las vacilaciones entre la revolución y el orden conservador se resuelven a favor de este último. Ramos afirma que "las revoluciones burguesas clásicas no fueron dirigidas ni inspiradas por la burguesía, sino por otras clases que se subrogaron a aquélla en la fundación del Estado nacional o en la conducción del proceso revolucionario". El papel del jacobinismo pequeño burgués en Francia, la nobleza militar campesina en Alemania, etc., ejemplifican este desplazamiento del protagonismo revolucionario, quizás con la única excepción de la revolución inglesa del siglo XVII. Las burguesías "semicoloniales", ligadas desde su origen al capital extranjero, a sus mitos e ideas, y reverentes de su poder, tienen no obstante intereses encontrados con el imperialismo, que se expresan a través de los movimientos nacionales. Estos tienen el contenido nacional burgués que corresponde a la época y la situación social, pero están compuestos por distintas clases sociales, entre ellas el proletariado, lo cual frecuentemente aterra a los burgueses. "Baste recordar la actitud de los industriales frente a Perón y recíprocamente para medir las relaciones entre la burguesía nacional y el movimiento nacional" (Ramos, 1964: 114-116).
Enrique Rivera (1958: 10, 37) sostenía también que el peronismo representó "un bonapartismo apoyado primordialmente en el ejército", para lo cual instrumentó una burocracia civil y militar, pero fracasó en el intento de constituirse como eje de la revolución nacional. Aunque aquel régimen bonapartista se elevaba por encima de las clases, "reflejaba primordialmente los intereses de la burguesía industrial argentina”. Desde el aparato del Estado intentó crear una economía de base industrial, maniobrando entre las clases y las divergencias interimperialistas, pero finalmente los sectores burgueses que lo acompañaban lo abandonaron, y el mismo "aparato totalitario" que Perón había creado lo redujo a la impotencia.
El frondizismo, bajo la inspiración de Rogelio Frigerio pretendiendo continuar la experiencia "frentista" con su proyecto de desarrollo industrial basado en la incorporación masiva de capitales extranjeros elaboró una concepción análoga del movimiento nacional. Cuando esta política aparecía aún como expresión de la lucha antiimperialista contra la tradicional subordinación a los capitales británicos, las figuras más brillantes del forjismo de los años '30, Raúl Scalabrini Ortiz y Arturo Jauretche, alentaron en sus escritos periodísticos la esperanza de reeditar una experiencia análoga a la del peronismo; Scalabrini murió antes de la desilusión, pero Jauretche le sobrevivió para fustigar la defraudación frigerista. Aunque contó con la adhesión de un sector del empresariado industrial, el gobierno de Frondizi de 1958-1962 no logró articular el concurso del movimiento obrero para esa política, ni tampoco por motivos distintos el apoyo del ejército; por el contrario, éstos se convirtieron en los principales factores de su fracaso.
Después el frondizismo involucionó, hasta reducirse prácticamente a un partido de cuadros dispuestos a guiar a los militares como vanguardia de una política desarrollista. Dicho esto, hay que reconocer que en los sectores populares persistía la esperanza de la reaparición de un ejército nacionalista como el que había encarnado Perón. La teoría de los dos ejércitos elaborada en los años '60 por la izquierda nacional tenía notorios puntos de contacto con la visión del peronismo y el desarrollismo, y puede ser considerada como una racionalización de las expectativas sobre el papel militar en un proyecto revolucionario. Ello fue poco escrupulosamente aprovechado por los ejecutores de la "Revolución Argentina" de Onganía; sin embargo, la sugestiva etapa de Levingston con Aldo Ferrer de ministro de Economía, apoyado por Oscar Alende, indica que la posibilidad de un nacionalismo industrialista sustentado en el poder militar no estaba totalmente clausurada.
Hernández Arregui (1973 a: 397; 1973 b: 324-326; 348-350), compartiendo las tesis centrales de la izquierda nacional, entendió que el régimen de Perón había sido "una democracia autoritaria de masas"; el peronismo, "con todos los defectos y contradicciones que se quieran”, era el partido nacional de la clase obrera, y a él debían sumarse los intelectuales y el estudiantado para luchar junto a las masas: "ningún partido ha superado en la acción el contenido revolucionario del peronismo". Ahora bien, "no se ha dado un solo caso en la historia de una revolución antiimperialista consumada únicamente por la clase obrera". La clase media, y el ejército oriundo en definitiva de la misma, tenían un lugar importante en esa causa. A pesar de su divorcio de las masas trabajadoras y sus ligazones con el imperialismo, existía una raíz nacional del ejército, al que le cabía la responsabilidad de la liberación y consolidación de la nación iberoamericana.
La izquierda nacional tuvo el gran acierto de ubicar al peronismo en el contexto de una gran corriente histórica latinoamericana y plantear las cuestiones de su contenido de clase. Pero tendió a absolutizar el papel del ejército, menospreciando la importancia de la lucha democrática para acceder al poder, que fue sin embargo una constante en las experiencias populares de este siglo y en el propio peronismo. Por otra parte, la aplicación de la teleología marxista acerca del rol de las clases le restó ductilidad a sus análisis sobre el proceso histórico del movimiento.
El demonio populista
Si la llamada "Revolución Libertadora" de
1955 pretendía restaurar la vieja república liberal extirpando el
"totalitarismo" de la "segunda tiranía", dos decaídas más
tarde las intenciones del golpe militar eran sutilmente diferentes. El Proceso
de Reorganización Nacional, como se autodefinió eludiendo cuidadosamente la
palabra revolución y subrayando su pretensión re-fundacional, proclamaba
solemnemente como "base doctrinaria" del mismo el objetivo de erigir "un
Estado con autoridad", "apto para preservar a los ciudadanos del
populismo demagógico y anárquico" (Junta Militar, 1979). El concepto
de populismo se convirtió en un anatema de la propaganda oficial y oficiosa,
pretendiendo asimilarlo con las ideas de des-gobierno, corrupción, caos económico
y también con la subversión, el otro demonio que "justificaba"
todas las atrocidades dictatoriales.
Sebastián Soler (1980), por citar a un jurisconsulto que acompañó fielmente la parábola de la vieja clase dirigente argentina en su tránsito del liberalismo autoritario al autoritarismo militarista, recomendaba públicamente a los generales la drástica proscripción del peronismo y aun de "muchos dirigentes radicales que se acercaron a Perón", para lo cual proponía el modelo brasileño de inhabilitaciones, la "casación". Aunque en su opinión la solución óptima era mantener un gobierno "revolucionario" o de excepción por veinte o treinta años para educar al pueblo: "En España, hay que reconocer que el señor Franco tenía una idea clara, precisa, que yo no compartía, pero que la aplicó durante treinta años, y al final se llegó a un resultado bastante discreto. Una vez le dijo Franco a Lanusse: el secreto está en el continuismo...". Es que según el doctor Soler, los males del país se resumen en el peronismo y su "demagogia de carácter populista"..
Para este polo del espectro político, el peronismo, y en alguna medida también el radicalismo, encarna el desborde popular, el descontrol de las masas, una situación "anárquica" que sólo puede ser conjurada por el Estado autoritario. En el léxico oligárquico, populismo se identifica con el estigma de la demagogia, definiendo las políticas que halagan "los apetitos" del pueblo. La amenaza consiste en que ese pueblo no está educado para inteligir "la esencia del espíritu republicano", como decía Soler, explicando que los fundadores del liberalismo partieron de la base ilusoria de que los hombres eran buenos, inteligentes, y su voluntad tendía siempre al bien y la verdad. Al buen entendedor no se le escapa que, según ese razonamiento, los pueblos son malos y necios y su voluntad debe ser convenientemente reprimida.
El discurso de la dictadura cuyos inspiradores revisaban con benevolencia el franquismo no podía calificar al peronismo de fascista sin incurrir en una contradicción: el peronismo no podía ser perverso por tener alguna semejanza con el totalitarismo de derecha que el Proceso estaba dispuesto a llevar adelante. De allí que, acentuando el énfasis despectivo, la dictadura se apropió bastante arbitrariamente de un término ya de por si ambiguo, que había recorrido un largo camino.
El concepto populismo, acuñado por Lenin en su crítica a una tendencia socialista que pretendía rescatar las tradiciones colectivistas del campesinado ruso, se aplicó a los movimientos rurales del Medio Oeste y el Sur norteamericano de fines del siglo XIX y a otras manifestaciones políticas europeas y del Tercer Mundo (P. Worsley, 1970). En América Latina, a partir de la clásica visión de Gino Germán! (1962) sobre los fenómenos políticos que acompañan la transición de la sociedad tradicional a la sociedad industrial, Torcuato S. Di Tella y otros cientistas sociales y ensayistas políticos emplearon el término populismo para caracterizar determinados movimientos de masas emergentes en el proceso de industrialización. Si bien el concepto se aplica con frecuencia para connotar simplemente un estilo de movilización social o una forma de lograr la adhesión popular, en las teorizaciones de esta línea de pensamiento adquiere mayor precisión definitoria, asociado generalmente con la noción de "bonapartismo".
Bonapartismo y Estado populista
Germani explicaba que los "movimientos
nacional-populares" surgen de una movilización en el sentido de ruptura
de lazos y lealtades tradicionales de las clases subalternas con sus
"superiores" que no encuentra mecanismos de integración que los
absorban, como ocurrió en el proceso del siglo XIX en los países industriales
de Occidente. Di Tella (1974: 67 y ss.) desde una perspectiva teórica similar,
interpreta que constituyen una forma de expresión política de los sectores
populares que no han alcanzado su organización e ideología autónomas, "de
clase".
El fenómeno se explicaría a partir del "efecto de demostración" cultural, que en los países en desarrollo afecta tanto a las elites como al grueso de la población, generando expectativas desproporcionadas en relación a la base productiva existente. Una elite de nivel social medio o alto motivada contra el statu-quo, una masa movilizada "disponible" como resultado de la "revolución de las aspiraciones", y una ideología o estado emocional que favorezca un liderazgo entusiasta, serían los nexos de organización del populismo. Esta es la alternativa típicamente latinoamericana a la coalición liberal o al movimiento obrero de tipo europeo; el liberalismo, utilizado como justificación de las clases dirigentes tradicionales, ha perdido sentido revolucionario, y el asociacionismo tradeunionista requiere una experiencia organizativa acumulada de la que carecen las masas.
Dentro del género populista, Di Tella (1985: 337-338) distingue los partidos policlasistas de integración nacional como el PRI mexicano o la coalición varguista, el populismo de clase media del tipo aprista caso también de AD en Venezuela, MNR boliviano, MDB con protagonismo de los estratos medios y escaso apoyo de la clase alta, y finalmente el populismo obrero o de tipo peronista, que sería semejante al trabalhismo a partir de la época de Goulart, caracterizado por la participación de pequeños pero estratégicos estratos superiores (militares, industriales) bajo un liderazgo movilizacionista. Di Tella (1974: 47) entiende que el destino "normal" del peronismo, incluso predecible, sería su transformación en un partido laborista basado en los sindicatos.
El fenómeno se explicaría a partir del "efecto de demostración" cultural, que en los países en desarrollo afecta tanto a las elites como al grueso de la población, generando expectativas desproporcionadas en relación a la base productiva existente. Una elite de nivel social medio o alto motivada contra el statu-quo, una masa movilizada "disponible" como resultado de la "revolución de las aspiraciones", y una ideología o estado emocional que favorezca un liderazgo entusiasta, serían los nexos de organización del populismo. Esta es la alternativa típicamente latinoamericana a la coalición liberal o al movimiento obrero de tipo europeo; el liberalismo, utilizado como justificación de las clases dirigentes tradicionales, ha perdido sentido revolucionario, y el asociacionismo tradeunionista requiere una experiencia organizativa acumulada de la que carecen las masas.
Dentro del género populista, Di Tella (1985: 337-338) distingue los partidos policlasistas de integración nacional como el PRI mexicano o la coalición varguista, el populismo de clase media del tipo aprista caso también de AD en Venezuela, MNR boliviano, MDB con protagonismo de los estratos medios y escaso apoyo de la clase alta, y finalmente el populismo obrero o de tipo peronista, que sería semejante al trabalhismo a partir de la época de Goulart, caracterizado por la participación de pequeños pero estratégicos estratos superiores (militares, industriales) bajo un liderazgo movilizacionista. Di Tella (1974: 47) entiende que el destino "normal" del peronismo, incluso predecible, sería su transformación en un partido laborista basado en los sindicatos.
En el análisis de Di Tella, el populismo se identifica prácticamente con el bonapartismo, es decir un régimen autoritario opuesto al statu-quo tradicional, apoyado en sectores bajos "movilizados" con poca conciencia de clase, destinado según Marx a ser meramente de transición, aunque en la experiencia latinoamericana adquieren carácter "epidémico". Helio Jaguaribe utiliza con un alcance aproximado la denominación de neobismarckismo para definir la combinación de grupos burgueses industrialistas con sectores profesionales y militares modernizantes en la conducción de un proceso de desarrollo (H. Jaguaribe, 1967).
Un trabajo de Vania Bambirra y Theotonio Dos Santos (1977: 141 y ss.) sostiene que el Estado Novo varguista representa "una dictadura bonapartista que trataba de presentarse como 'Estado amalgama' de los intereses de todas las clases (excluido el campesinado), pero que representaba en la práctica la imposición sobre el conjunto de la sociedad de los intereses de la burguesía industrial”. Vargas fue el creador de la tradición populista en Brasil, con un fuerte liderazgo personal asumido en nombre del pueblo, aunque los autores hablan también de "un eficiente liderazgo de la propia clase burguesa", y destacan la capacidad del régimen para ejercer sobre la clase obrera y otras capas sociales "un amplio control paternalista-populista". Pero los industriales abandonan posteriormente la ideología nacionalista-populista dejándola en manos de la pequeña burguesía y el proletariado, lo cual señala una de las causas del fracaso de ensayos populistas como el de Goulart.
Al historiar los primeros gobiernos peronistas en la Argentina, Marcos Kaplan (1977: 20, 23 y ss.) siguiendo el análisis de Silvio Frondizi (1959) los cataloga como "bonapartismo populista". El grupo que encabeza Perón "adquiere cierta independencia relativa frente a los distintos grupos nacionales y frente al sistema internacional", convirtiéndose en arbitro y manteniendo "un cierto equilibrio" entre distintos intereses y sectores actuantes en la sociedad. El peronismo surge y se desarrolla como representante "de la burguesía, argentina en general y no de unos sectores exclusivamente".
En una generalización sobre el régimen mexicano donde no distingue al cardenismo, Adolfo Gilly (1977: 43 y ss.) habla también de un "bonapartismo sui generis de los gobiernos de la burguesía" que hasta hoy explota "el mito de la continuidad" de la Revolución de 1910. Aquella clase que se consolida bajo la protección del nuevo Estado "nacional revolucionario" conquistó "una legitimidad histórica ante las masas del país que ninguna otra burguesía nacional latinoamericana ha podido alcanzar en la misma medida".
En estas concepciones, el fenómeno populista latinoamericano aparece connotado de paternalismo, como forma de tutela del proletariado por una fracción o por el conjunto de la clase burguesa. Vargas o Perón ejercen su liderazgo "en nombre de los intereses del pueblo", pero es un engaño: no existen intereses del pueblo, sino sólo intereses de clase, que son contradictorios, y por lo tanto el poder tiene que resolverse inevitablemente en predominio burgués o proletario. Toda alianza o compromiso tiene un equilibrio precario, y los líderes populistas deben inclinarse de uno u otro lado; en el fondo son fieles a la burguesía, y ésta se beneficia así del apoyo de las masas a su proyecto a cambio de concesiones limitadas.
Sin embargo, otros análisis marxistas como el de Marcello Carmagnani (1981) reconoce al Estado populista un fuerte grado de autonomía respecto de las clases dominantes, y por lo tanto una forma interclasista que los distingue de los regímenes clasistas. Además, aportes como el de Laclau (1978) permiten conceptualizar históricamente los "intereses del pueblo", según veremos más adelante.
En la visión "internacionalista proletaria", del mismo modo que en la del cientificismo desarrollista, el populismo explotaría la patología del nacionalismo, que tiende a confundir los intereses de las clases populares. Lo que no advierten es que las masas no están "disponibles" para cualquier manipulación, sino que se identifican con un nacionalismo popular que resume la continuidad de sus luchas seculares por una concepción igualitaria y esencialmente democrática de "la patria". Los campesinos mexicanos, brasileños o argentinos que vinieron a nutrir el nuevo ejército industrial no eran masas "vírgenes", sino portadoras de una cultura a la cual apelaron los líderes populistas. Los contenidos históricos de esa cultura popular -tema que excede los límites de este trabajo- se remontan a las raíces indígenas y criollas de América, y en el caso del peronismo hemos mencionado la gravitación de las tradiciones federal e yrigoyenista, a la par que la experiencia del movimiento obrero (ver cap. n, 2).
Otra vuelta de tuerca sobre las cuestiones que consideramos es la focalización del Estado populista, como fenómeno resultante de las transformaciones que desencadena la industrialización sustitutiva y de la pérdida de hegemonía de las oligarquías (O. Ianni, 1975). El nuevo poder emergente sería una alianza de fracciones de clase, sin hegemonía de ninguna, que se legitima con el recurso a la movilización popular (F. Weffort, 1978). Su origen es la crisis de las oligarquías que se consolidaron en el ciclo anterior de exportación primaria, y la incapacidad de las mismas para "transformarse en burguesías propiamente dichas" (Carmagnani, 1981).
Aunque la denominación "Estado populista" puede resultar equívoca, es indudable que el Estado entendido como estructura institucional de dominación política, pero también como campo de lucha y resolución de los problemas de regulación del sistema socioeconómico adopta una nueva forma en la etapa industrialista, que en determinados aspectos instrumentales se prolonga más allá del eventual desplazamiento de los gobiernos populistas, y sufre el embate de otros intereses para remodelarlo. El Estado autoritario que configuran las dictaduras militares latinoamericanas se apodera de ese aparato invirtiendo el significado de su funcionamiento.
Refiriéndose en particular al caso brasileño, pero extrayendo conclusiones generalizables, Angelo Trento (1981) refuta la interpretación del Estado populista como representación de la burguesía industrial, ni siquiera en forma mediata, y lo caracteriza como situado "por encima de los partidos y las clases", ejerciendo un arbitraje político que justificaría la expresión de Weffort "Estado de compromiso". Pero además, "la creación de una estructura de competencia, insustituible y autogenerable (burocracia técnica, económica, administrativa y sindical) y de un siempre mayor espacio de intervención directa en la economía" confieren a este Estado una base de poder como agente autónomo, operador de decisiones sobre todo económicas. Desplazada la vieja oligarquía y frustrada la consolidación de una verdadera burguesía industrial, la inexistencia de una clase hegemónica favorece el desarrollo de un aparato estatal con alto grado de autonomía, y da relieve al papel de su personal civil y militar.
El recurso al pueblo
En uno de los más importantes ensayos teóricos sobre
el tema, Ernesto Laclau (1978: 165-233) procuró resolver las perplejidades que
implica para el análisis marxista la noción de populismo, al cual concibe como
una forma de lucha ideológica que articula los contenidos de la tradición
popular desarrollando un antagonismo con el poder hegemónico. Laclau rechaza la
idea de que el populismo sea la superestructura necesaria de ningún proceso
social o económico, y por lo tanto critica la concepción funcionalista de
Germani y de Di Tella, que lo relaciona con la asincronía en los procesos de
tránsito de la sociedad tradicional a la sociedad industrial; plantea además
un agudo cuestionamiento a esa teleología de la modernización, es decir a la
postulación del paradigma de la sociedad desarrollada de tipo occidental, según
el cual se mide el grado de atraso o avance de los fenómenos políticos y los
comportamientos sociales, y de lo cual se deduce la visión del populismo como
anomalía o aberración.
Criticando el reduccionismo que atribuye una pertenencia de clase necesaria a todo elemento ideológico, Laclau refuta la clásica adscripción del nacionalismo como ideología burguesa, y señala que éste u otros contenidos pueden articularse, en principio, en los más diversos discursos políticos. Populismo es un modo de apelar al pueblo en conjunto, más allá de las clases, para enfrentar el poder establecido. Esta contradicción entre el pueblo y el "bloque de poder" tiene en cualquier país una larga historia, lo que explica la continuidad de las tradiciones de lucha social no obstante las discontinuidades en la estructura de clases (en el caso argentino, acotemos, los obreros urbanos peronistas asumen la tradición de lucha de las masas campesinas federales). La vaguedad del concepto pueblo deja de ser tal si se lo considera "uno de los dos polos en la contradicción dominante al nivel de una formación social concreta". Aunque la lucha popular se daría siempre articulada a proyectos de clase, el pueblo, lejos de ser una abstracción, es entonces un sujeto histórico real.
El populismo recogería las "materias primas ideológicas" que en cualquier sociedad expresan un antagonismo con la ideología en crisis del bloque dominante, pero según qué clase o fracción de clase lo instrumente será o no revolucionario. Laclau distingue un "populismo de las clases dominantes", donde incluye al fascismo y el nazismo, y otro "de las clases dominadas", como el maoísmo y en general los movimientos socialistas victoriosos (no dice dónde se ubicaría el peronismo). Pese a sus evidentes diferencias, todos ellos lograron articular al pueblo en su discurso para cambiar el statu quo y afirmar una nueva hegemonía. El populismo de las clases dominantes, agrega, resulta altamente represivo porque intenta una experiencia peligrosa: en un régimen parlamentario corriente las instituciones políticas contrarrestan el potencial revolucionario de las interpelaciones populares, en tanto que el populismo trata de desplegar dicho antagonismo, pero dentro de ciertos límites.
Laclau desarrolla la noción althusseriana de "interpelación" ideológica, que supone por parte de las clases dominantes un proceso de absorción y represión de contenidos populares y democráticos neutralizando los antagonismos, y por parte de las clases dominadas implicaría una operación inversa. En su tesis, el populismo consiste en "la presentación de las interpelaciones popular-democráticas como conjunto sintético-antagónico respecto de la ideología dominante", lo cual es la condición del éxito de cualquier cambio social de fondo. El objetivo de la lucha ideológica de los sectores dominados debería ser "expandir el antagonismo implícito en las interpelaciones democráticas y articularlo al propio discurso de clase". En tal sentido, "un populismo socialista no es la forma más atrasada de ideología obrera, sino su forma más avanzada". Por lo tanto, no habría socialismo sin populismo, y a la vez, las manifestaciones más radicales del populismo serían las socialistas. Si bien el autor admite que en ciertos casos esas interpretaciones popular-democráticas adquieren "el máximo de autonomía compatible con una sociedad de clase", este momento que denomina jacobinismo sería puramente transitorio.
En definitiva, la denominación populismo no caracteriza la naturaleza de un movimiento, aunque resulta correcta si con ello se alude a una forma peculiar de articular las tradiciones populares de antagonismo con el statu-quo como instancia de su estructura ideológica. Por oposición a los movimientos populistas, los que Laclau llama partidos populares serían una variante donde los contenidos popular-democráticos se mantienen al nivel de meros elementos, sin desarrollar una alternativa realmente antagónica al marco ideológico vigente, como podría ser el caso de los partidos socialistas europeos.
Sobre el caso argentino, Laclau explica cómo el Estado oligárquico articuló en torno del liberalismo elementos ideológicos disímiles, llegando incluso, con la cooptación del radicalismo, a incorporar el reformismo democrático. La crisis de los años '30 produjo una desarticulación de los elementos de su discurso, abriendo la brecha que el populismo peronista explotó, desligando el liberalismo de sus últimos vínculos con los contenidos democráticos. Perón condensó en un nuevo sujeto histórico las interpelaciones opuestas al bloque de poder oligárquico democracia, industrialismo, nacionalismo, antimperialismo enfrentando al núcleo liberal que constituía su principio articulador. La nueva clase obrera "pasaba a constituirse en el sector social más concentrado y en la columna vertebral de todas aquellas fuerzas interesadas en la expansión del mercado interna y opuestas a la continuidad del liberalismo oligárquico".
El discurso peronista, según Laclau, circunscribió el enfrentamiento con la oligarquía liberal a los límites de un "proyecto de clase": el desarrollo del capitalismo nacional: a cuyo efecto, ciertos elementos antiliberales pero no populares, como la ideología militar y católica, limitaban la potencial explosividad del antagonismo. Por otra parte, la relativa "pobreza" de la doctrina oficial del peronismo se explicaría por el carácter mediador que asumió Perón y su "Estado bonapartista": a diferencia del totalitarismo fascista, el régimen peronista no busca unificar o asimilar los aparatos ideológicos, ya que su fuente de poder reside en "su capacidad mediadora entre fuerzas opuestas".
La radicalización del lenguaje peronista más allá de esos límites tuvo lugar después de 1955, frente a la incapacidad del liberalismo restaurado de absorber las demandas democráticas de las masas, y llegó a expresarse con la fórmula del "socialismo nacional". En 1973 fracasaron los esfuerzos por articular la ideología popular-democrática en forma tal que fuera asimilable por la burguesía, y el régimen de Isabel Perón "se hundió en un caos represivo" sin haber podido estabilizar esa relación.
Este brillante trabajo de Laclau, que comentamos sintéticamente a riesgo de esquematiza.rlo, ha sido prácticamente ignorado por el pensamiento socialista argentino. Tal vez deliberadamente, ya que pone en tela de juicio su propia historia, incorporando a la lógica marxista mucho de lo que en nuestro país fueron aportes del nacionalismo en sus diversas vertientes tradicionales y de izquierda. Las "audacias" de Laclau no sólo invalidan el clásico reduccionismo clasista de los partidos marxistas y su proverbial seguidismo del discurso liberal, sino que les señala como único camino posible un espacio que en la Argentina hoy está ocupado por el peronismo. El punto de vista sustancial es el mismo de la "izquierda nacional" de la que este autor proviene, aunque el nivel de la exposición y sus conclusiones, a tono con el debate europeo de los años '70, se aparta del marxismo patriótico de Ramos que conocemos.
Jorge Bernetti (1983: 196-219) ha hecho su propio análisis del "populismo" peronista apoyado en la conceptualización de Laclau. De ese modo clarifica el tema del contenido democrático de las luchas que se resumen en el movimiento, con independencia del escaso o ningún grado de conciencia de los actores en virtud de la apropiación oligárquica del concepto de democracia, que es preciso rescatar. Su propuesta teórica sería la necesidad de que el peronismo supere un "populismo utópico" para constituir un populismo democrático "que pueda crear las condiciones del socialismo", según la sugerencia que planteó Touraine. Si bien resulta siempre interesante el concepto socialismo, principalmente como vía de comprensión mutua con las fuerzas progresistas y populares del mundo y con los intelectuales, parece evidente que en el caso argentino esa definición introduciría una limitación del campo social que busca expresar el peronismo en las actuales condiciones de lucha por el proyecto nacional-popular.
3. EL PROYECTO Y LOS ACTORES
Desde diversas perspectivas teóricas, las posiciones
hostiles, críticas o comprometidas con el peronismo que tratamos en las páginas
anteriores definen una polémica de ningún modo agotada alrededor de los
primeros interrogantes que nos planteamos al comenzar este trabajo, sobre la
naturaleza social y la filiación ideológica del fenómeno peronista. Algunos de
estos aportes suministran elementos de precisión para analizar el tema, que no
desaprovecharemos en nuestra indagación.
Es necesario considerar ahora otras respuestas a la cuestión, que se deducen de las fuentes ideológicas que nutrieron la concepción peronista contribuyendo a articular su proyecto histórico, así como de la inserción de las clases y grupos sociales en el movimiento. La versión popular del nacionalismo que definieron los forjistas, su asimilación en los hechos y en la doctrina de Perón, y el papel que desempeñan sobre todo el movimiento obrero y algunos sectores empresarios y militares, permiten aproximarnos al interior del fenómeno, a su lógica propia y a la conciencia de los protagonistas. No por eso se trata de una definición más certera del peronismo, sino en todo caso de los fundamentos de su "autoexplicación" y una interpretación en función de sus actores sociales. En este recorte sincrónico de la experiencia histórica, apuntamos a caracterizar los elementos del peronismo que pueden considerarse permanentes en su evolución, antes que otros factores y actores contingentes cuya incidencia tratamos más adelante.
El nacionalismo popular
La primera utilización del término nacionalismo
como categoría política la hizo en la Argentina el partido de Bartolomé Mitre,
sobreponiendo al autonomismo bonaerense la "misión" de organizar
(subordinar) el interior del país. No fue muy distinta la acepción que le dio
el conservadorismo roquista. En cambio, Felipe Varela, uno de los últimos
caudillos federales, había empleado el término con un sentido inverso, dentro
de la concepción americanista de su proclama revolucionaria de 1866, llamando
a las armas a los "compatriotas nacionalistas" contra el centralismo
porteño.
De todos modos, el significado actual del nacionalismo como corriente ideológica proviene de los años posteriores al ascenso del yrigoyenismo y a la Revolución Rusa, cuando aparece una reacción contra las luchas obreras instigadas por "agitadores extranjeros" y contra la "demagogia cómplice" de gobierno radical. Manuel Carlés, fundador en 1919 de la Liga Patriótica Argentina, con su programa para las clases medias y sus prácticas rompehuelgas, fue precursor del nacionalismo de derecha que el general Uriburu llevó al poder con el golpe militar de 1930 (J. J. Hernández Arregui, 1973a: 165 y ss; C. Buchrucker, 1987: 35 y ss.).
Este nacionalismo, que Buchrucker denomina restaurador, tuvo diversas expresiones doctrinarias que no llegaron a articularse políticamente de manera unívoca, ni siquiera durante aquel breve gobierno dictatorial. Sus figuras intelectuales más influyentes fueron Leopoldo Lugones y Carlos Ibarguren, ideólogos del uriburismo, el padre Julio Meinvielle y Jordán Bruno Genta en el polo "fundamentalista" más reaccionario, Nimio de Anquín como declarado propulsor del fascismo, Marcelo Sánchez Serondo y Mario Amadeo entre los políticos y ensayistas, Juan Pablo Oliver, Ernesto Palacio, Julio y Rodolfo Irazusta entre sus brillantes historiadores. Por sobre múltiples matices es posible definir genéricamente esta corriente en base a una serie de temas comunes que son, en rápida síntesis, sus postulados antiliberales y antidemocráticos, el revisionismo histórico rosista, la denuncia del imperialismo anglosajón, la actitud conservadora y xenófoba frente al movimiento obrero, el antisemitismo, la identificación de la nación con los valores de la tradición cultural grecorromana, hispánica y católica, el corporativismo, el elitismo militarista, la adhesión al fascismo europeo y al franquismo, y un nacionalismo económico y territorial que aspiraba a cierto liderazgo argentino en Sudamérica o a la restauración de la unidad del Virreinato del Río de la Plata.
En 1935 un grupo de jóvenes radicales opuestos a la conducción alvearista del partido fundó forja (Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina), en la cual se definió otra tendencia naciónalista, principalmente a través de las obras y la prédica de Arturo Jauretche, Raúl Scalabrini Ortiz, Manuel Ortiz Pereyra, Luis Dellepiane, Homero Manzi, Jorge del Río, Atilio García Mellid, Darío Alessandro y otros. Hernández Arregui (1973a: 290 y sa.) destaca su carácter argentino e hispanoamericano, "sin influencias europeas", y Buchrucker (1987: 258 y SSJ la ubica como expresión de un nacionalismo populista, cuyos antecedentes y vertientes paralelas serian los trabajos de Manuel Ugarte, Haya de la Torre, el general Alonso Baldrich, Saúl Taborda y José Luis Torres. A esta línea se acercaron más tarde intelectuales del otro nacionalismo como Ernesto Palacio, Ramón Doll, José María Rosa y Bruno Jacovella. Salvando sus matices, y ateniéndonos a los numerosos documentos forjistas, las definiciones de este nacionalismo popular se contraponen con el nacionalismo uriburista al reivindicar a Yrigoyen y sustentar una visión democrática, antiliberal sin llegar a la negación autoritaria de las libertades, asumiendo como valor central la acción y la lucha del pueblo, que es la sustancia de su idea de nación; identificando la tradición nacional con la cultura popular, el forjismo comprende y se acerca al sindicalismo obrero, y reivindica al "gringo" inmigrante a la par del criollo; rescata el contenido originario de 1a Reforma Universitaria, se declara neutral ante la guerra civil española y la guerra mundial, rechazando tanto el imperialismo capitalista como el totalitarismo del Eje o el soviético, y propugna la liberación y la unión de los países latinoamericanos, en un continentalismo sin connotaciones hispanistas que se condensa en la idea de la “Revolución Americana”.
Su coincidencia básica con el nacionalismo anterior es la critica a la dependencia económica, compartiendo fundamentalmente una posición antimperialista, pero ésta resulta más definida y consecuente en los forjistas. Jauretche (1962: 42-43, 56-57) señala que aquellos nacionalistas oponían a los modelos de importación del liberalismo otros modelos de importación, a diferencia de FORJA, cuyo método de análisis característico rehusa adoptar o adaptarse a ninguna ideología universal y, a la inversa, propone tomar de las ideas generales aquello que las necesidades y el momento histórico del país reclaman, para "hacer del pensamiento político un instrumento de creación propia".
El forjismo enfatiza la lucha por la "soberanía popular" centrada en el objetivo de la "emancipación económica" e inseparable de la "justicia social", prefigurando así las "tres banderas" justicialistas. La trascendencia de aquella modesta agrupación que realizó una solitaria campaña pública durante la "década infame", se torna evidente al comprobar que casi todos sus contenidos fueron posteriormente incorporados y traducidos a la acción política por el peronismo.
El capitán Juan D. Perón participó en el golpe militar de 1930, pero no ocupó ninguna función pública; posteriormente fue ayudante del general Rodríguez en el Ministerio de Guerra, que definió una línea "profesionalista" para el ejército. A diferencia de otros militares de perfil político que activaron en la Legión Cívica u otras de las numerosas y efímeras organizaciones nacionalistas de la década del '30, Perón se dedicó en aquel período a su carrera y sus estudios de historia militar. El gobierno de facto de 1943 llamó a colaborar a muchos civiles del nacionalismo en diversos cargos, pero la relación que Perón estableció con los sindicatos obreros era incompatible con la proximidad de aquéllos. En cambio, los forjistas que establecieron contacto con el GOU a través del mayor Estrada colaboraron con la Secretaría de Trabajo y Previsión y disolvieron la agrupación para sumarse al peronismo después del 17 de octubre de 1945 (A. Jauretche, 1962; F. Chávez, 1975).
Perón realizó su propia síntesis del nacionalismo popular, que no difiere sustancialmente del forjismo, y desde la presidencia concretaría la propuesta de "un pensamiento político propio" definiendo la "Tercera Posición" justicialista, concebida no como una ideología de partido sino como doctrina nacional. Esta formulación acentuó los temas de la justicia social, reflejando las influencias socialistas del movimiento obrero, en el cual Perón encontró su apoyo más sólido. Buchrucker (1987: 318) señala que proviene del anarcosindicalismo la idea del protagonismo político directo del sindicato, sin mediación del partido (que se incorporó en el art. 33 del estatuto sobre asociaciones obreras, decreto 23.852/45), y también el objetivo de que los sindicatos llegaran a administrar los medios de producción (que se proyectó en las previsiones sobre el accionariado obrero del Iº Plan Quinquenal y en el ensayo de 1946-1948 con la Empresa Mixta Telefónica Argentina (H. Chumbita, 1988 b).
Hay que tener en cuenta también la influencia de la doctrina social de la Iglesia, reiteradamente citada por Perón. Muchos católicos como el padre Hernán Benítez, Arturo Sampay, Leopoldo Marechal y Castiñeira de Dios participaron del peronismo desde esa concepción. No obstante, la realidad del sindicalismo peronista resultó bastante conflictiva para el modelo socialcristiano y suscitó repetidas objeciones de la jerarquía eclesiástica. Por otra Parte, el peronismo tendió a expresar un cristianismo popular compatible con la tradición obrera anarquista y socialista y potencialmente anticlerical esbozado por Evita e incluso por el padre Benítez, que alimentó finalmente el conflicto de Perón con la Iglesia en 1954-1955 (F. Forni, I, 1987: 222 y ss.).
El justicialismo aparece entonces como una versión del nacionalismo popular argentino, definido en torno de los aportes del yrigoyenismo forjista y recogiendo aspectos importantes de la tradición del movimiento obrero y del socialcristianismo. Posteriormente se acentuaría el revisionismo histónco, que apenas se insinúa en el primer peronismo, y la perspectiva de la liberación del Tercer Mundo, desarrollo lógico de los postulados terceristas originales. Es indudable que a través de sus dos vertientes Perón receptó el pensamiento medular del nacionalismo, y sin embargo rehusó sistemáticamente asumir este rótulo, históricamente connotado por el uriburismo filofascista, luego por el lonardismo y una persistente línea de derecha autoritaria. Una actitud similar adoptaron los últimos forjistas, Scalabrini y Jauretche, quienes hicieron la mejor defensa e interpretación del peronismo después de su caída en 1955.
Scalabrini Ortiz (1965) había sido en 1945 el ideólogo de la política de nacionalización de los servicios públicos y de la recuperación de los resortes de la economía frente al sistema de dominación extranjera. Jauretche (1962, 1966, 1967) realizó una obra ensayística coincidente con la de Scalabrini, que reivindicaba la continuidad histórica de la "línea nacional" Rosas-Yrigoyen-Perón, más allá de las limitaciones de las figuras que la encarnaron. En Scalabrini es más clara una visión latinoamericana de la cuestión nacional en los clásicos términos forjistas, mientras que el curioso "antibrasileñismo" jauretcheano estrecha esa perspectiva.
Jauretche se autodefinía como nacional, y no como nacionalista. Subrayaba así las diferencias con quienes "velan la Nación como una idea abstracta, desvinculada de la vida del pueblo, y en el fondo pensaban en una tutoría rectora de minorías fuertes, opuesta al despotismo ilustrado de los liberales pero destinada a hacer al país desde arriba y a la fuerza...". Para ese nacionalismo la Nación se había realizado y fue derogada, mientras que para los forjistas "sigue todavía naciendo" (Jauretche, 1962: 43). A partir de un profundo conocimiento del país, los ensayos jauretcheanos antagonizan con los intelectuales de espaldas al pueblo (la intelligentzia), denunciando la "colonización pedagógica" que impide pensar la realidad con los pies en esta tierra.
Respecto del peronismo, Jauretche (1967: 310 y ss.) afirma que "el movimiento de 1945 reunía las condiciones ideales de un movimiento de liberación nacional. La lucha por la emancipación y la justicia social no la pueden hacer por separado las distintas clases sociales... Ni el proletariado ni la clase media ni la burguesía por sí solos pueden cumplir los objetivos...". Por otra parte, una revolución triunfa cuando todo el escenario es ocupado por las diversas tendencias revolucionarias, lo cual en este caso llevaría a que la lucha política se plantee entre distintas fuerzas de "signo nacional". En tal hipótesis, no sólo era posible sino deseable una "convivencia democrática" entre fuerzas opuestas que compartieran "supuestos básicos comunes". Jauretche fue crítico frente a los "errores de conducción" de Perón, cuyo personalismo había desplazado a los sectores medios del movimiento lesionando inútilmente "sus preocupaciones éticas y estéticas", desestimulando a los militantes con una organización "de arriba a abajo", y desatendiendo la captación de la nueva burguesía que tendía a "ignorar de qué circunstancias históricas era hija". Era así que el movimiento, liberado de "una falsa disciplina interna" concebida sobre el molde de la organización como valor en sí misma se había tornado más combativo en la adversidad que en la victoria. Aunque hubo escaso diálogo entre ambos, es seguro que Perón escuchó estas críticas y las tuvo presentes a la hora de su tercer gobierno.
La corriente del nacionalismo popular, que fue también expresión de la Resistencia en los años de proscripción del peronismo, tuvo gran influencia sobre la generación militante de los años '60, pero quedó descolocada como el grueso del movimiento al radicalizarse las tendencias de izquierda y derecha, y luego fue silenciada por el Proceso. Reaparecida principalmente desde el periodismo hacia fines de la dictadura, sobre todo con los aportes de José María Rosa, Fermín Chávez, F. García Della Costa, Salvador Ferla, su "descendencia" se refleja en los trabajos de una generación más joven que acompañó críticamente la experiencia de la Renovación peronista.
Organizar la nación
La doctrina era ante todo la resolución de un dilema
político, en el sentido en que lo concebía y lo zanjó Perón la noche del 4 al
5 de junio de 1946, recién asumido presidente de la República. La reflexión
insomne de aquel momento, escrita de su puño y letra, conservada por Evita y
leída cinco años después en una de las clases de conducción política, plantea
la cuestión hamletiana de enfrentar al imperialismo o traicionar a su pueblo, y
concluye resolviendo: "yo me decido por mi pueblo y por mi patria"
(Perón, s/d: 289). No era una simpleza, ni lo es hoy a pesar del desgaste que
han sufrido estos términos: es el concepto nuclear del movimiento
nacional-popular.
Es inútil buscar en los discursos de Perón la teoría de la nación como un orden natural cerrado, a la manera del nacionalismo "restaurador". El se refiere en todo caso a la patria, acepción castrense, más elemental y filial de aquel concepto, y al pueblo, que es su corporización humana actual. Es que la doctrina se resume, en último análisis, en el proyecto de organizar o reorganizar la nación como un desafío constructivo, inspirado inicialmente a Perón por la necesidad de la defensa frente al enemigo exterior y relacionado con la teoría de la nación en armas de Clausewitz. De allí también que la concepción del nacionalismo peronista es esencialmente defensista y no ofensiva.
La idea central de La comunidad organizada (1984: 87) que, desbrozada del espeso fundamento erudito que caracteriza ese texto, se reitera igualmente en otros mensajes peronistas es la postulación de "un Estado de justicia, en donde cada clase ejercita sus funciones en servicio del todo". Hay a la vez una obsesión a lo largo de la prédica de Perón (1976) en torno del tema de la organización, que sin duda refleja su experiencia en el seno de la institución militar: "es imposible conducir lo inorgánico", "la organización vence al tiempo", "unidad, solidaridad, organización". La tarea se desarrolla en varios planos: organización del Estado y del gobierno, del movimiento, en los que el líder compromete su esfuerzo personal, y organización del pueblo, que sólo puede ser realizada libremente por éste. El objetivo es la unidad nacional orgánica, síntesis de la articulación de sus componentes. Otra constante en el pensamiento de Perón es que la justicia social, o sea el bienestar popular, es el único sustento o garantía efectiva de esa unidad: la finalidad última es "la grandeza de la nación y la felicidad del pueblo". Perón postuló además la unión latinoamericana inicialmente en términos de integración económica, luego como base de una nación continental, y en el Modelo Argentino (1980: 41) como etapa hacia la integración universalista.
Una propuesta de esa dimensión excedía los estrechos límites del partido, y aún de un movimiento policlasista. Se trataba nada menos que de edificar una nación. Esto explica la aparente desmesura de convertir la doctrina peronista en doctrina nacional, incorporando sus principios a la Constitución de la República, pretendiendo luego su introducción en la enseñanza pública e incluso en los institutos militares, lo cual provocó la resistencia de demasiados sectores adversos al "adoctrinamiento".
Aquella finalidad superior, que el conductor proclamaba diciendo que "la nación no puede estar al servicio de la política, sino la política al servicio de la nación" (C.U.A., 1948: XIII), se manifiesta hacia 1950 en lo que Sigal y Verón (1985: 59 y ss.) llaman un "vaciamiento del campo político", en el cual Perón deslegitima los partidismos y descalifica la oposición al proyecto nacional, que es y debe ser el de "todos los argentinos". Si éste era realmente el dilema de fondo, no cabe duda de que, por un lado, los términos triunfalistas con que Perón lo planteaba en ese momento subestimaban la entidad del "enemigo", y por otro lado, no reconocían un espacio legítimo fuera del movimiento que permitiera articular el sistema democrático. Tiene pertinencia aquí la observación de Jauretche sobre la conveniencia de un pluralismo dentro del campo nacional, como el que Vargas había intentado diseñar en Brasil. Perón facilitó, sin embargo, en su segundo gobierno, la creación del Partido Socialista de la Revolución Nacional, liderado por Enrique Dickmann en 1953, y también el acercamiento con el "conservadurismo popular" de Solano Lima, aunque ninguna de estas tendencias alcanzó demasiada importancia en el espectro político. El logro más fecundo fue, en ese sentido, la coincidencia de la Hora del Pueblo, que permitió que el radicalismo y otros partidos opositores compartieran los supuestos básicos de la experiencia de 1973, cuando ante la gravedad de la crisis social Perón propuso la "reconstrucción nacional".
De todos modos, como lo reconocen Sigal y Verón (1985: 231 y ss.), el peronismo funcionaba en un contexto institucional democrático y jamás puso en cuestión el sistema del sufragio. La estrategia enunciativa de Perón se identificaba con la nación, expulsando al adversario a "las zonas de sombra de la antipatria", pero, a diferencia de la enunciación totalitaria que no admite fisuras y exige la destrucción física del otro, él no excluía definitivamente a los partidos de oposición, ya que no eran realmente su antagonista. Por otra parte, el "potencial totalitario" del peronismo que resultaba de la homología entre el movimiento y la nación, se neutraliza siempre según los autores citados por la negativa de Perón a decidir entre las posiciones encontradas que disputaban dentro del movimiento. Podría haberlo hecho, instituyendo el juego de la democracia interna, pero no lo hizo, para no institucionalizar las diferencias o para conservar su poder arbitral, y eso precipitó la violencia.
Aunque el ensayo de Sigal y Verón se interesa más por poner a prueba las armas de su ciencia del discurso que por comprender esta historia, los resultados son sugerentes. Hoy, después de la Renovación, sabemos que la posibilidad de subsistencia del movimiento se cifraba en el juego democrático interno, y podemos incluso reprochar a Perón no haberlo dejado establecido. Pero, volviendo a 1973, ¿por qué no "decidió" entre las posiciones encontradas empleando su poder arbitral? Convengamos ante todo que no fue "neutral" entre la izquierda y la derecha, que utilizó su influencia para frenar a la primera, y que su actitud frente a los montoneros fue tratar de descabezarlos y recuperar las bases (N. Ivancich y M. Wainfeld, 1985, III). No obstante, es cierto que en ésta, como en otras contradicciones internas del movimiento, se manejó con el clásico recurso de hacer el "padre eterno" (ver cap. II, 2). Toda su sabiduría política se resume en ese estilo, que contradice la tesis del "fascismo subjetivo"; ésta puede explicar algunas de sus ideas u opciones, pero no su forma de conducción. Hay una diferencia apreciable entre su personalismo, que podía tener expresiones autoritarias, y la típica mentalidad fascista que también se ha caracterizado como "personalidad autoritaria". En Perón, como en Yrigoyen, prevalece un razonado realismo, antitético con cualquier dogmatismo mesiánico, según lo exponía en sus clases de conducción política:
"La política, a pesar de que en ella hay algunos intransigentes, es un juego de transigencia. Se debe ser intransigente sólo en los grandes principios. Hay que ser transigente, comprensivo y conformarse con que se haga el cincuenta por ciento de lo que uno quiere, dejando el otro cincuenta por ciento a los demás. Pero hay que tener la inteligencia necesaria para que el cincuenta por ciento de uno sea el más importante. En esta conducción, nada rígida, todo dúctil, nada imponente, todo sencillo, hay que ser tolerante hasta con la intolerancia" (Perón, s/d: 160-161).
He aquí una pista para entender la naturaleza del peronismo, su peculiar mezcla de idealismo y empirismo. La política está al servicio de los grandes principios, pero "la única verdad es la realidad". Basta con obtener el cincuenta por ciento más importante. El conductor no debía interferir demasiado en la resolución de las contradicciones internas, su misión era encauzar y orientar el proceso de conjunto. El no podía darle la razón a un bando, aunque la tuviera, sin que ello dificultara la recomposición (tanto del movimiento como de la nación).
Es interesante relacionar esta lógica de la conducción peronista con la dicotomía que establece Kusch (1983) entre la racionalidad europea y el pensar americano, en términos del ser y el estar, la transformación y la adaptación al mundo. De algún modo, Perón, formado a la europea (Buchrucker, 1987: 311 y ss.) pero profundamente "hijo del país" (H. Chumbita, 1987: 40-41), combina esas dos actitudes básicas: se adecúa a la "evolución histórica" pero con un plan para conducirla, emprende el proyecto transformador y transige en la ejecución, revoluciona y conserva, adoctrina y tolera, violenta y respeta. ¿No es esta conducta, aparentemente contradictoria, lo propio del mestizaje latinoamericano?
En otro nivel de análisis, la recurrente paradoja del constructor de la nación, del creador de una identidad, era producir "nuevas formas de disgregamiento y recomposición de antagonismos". El "general de la conciencia desdichada", como lo llama Horacio González (1985: 46-47), buscaba la unidad y cavaba trincheras. La lucha por la unidad nacional ahondó la fractura secular de la sociedad argentina. La causa de la unión latinoamericana desató la ira imperial en el continente. La unidad del movimiento estalló en una guerra de bandas. He aquí cómo, a pesar de sí mismo, el peronismo no puede eludir su destino de lucha, quizá porque ésa es la única historia de estos pueblos.
Retornando al dilema hamletiano del 4 de junio que comentábamos al comienzo de este punto, importa insistir en que el proyecto justicialista fue intransigente en mantener el principio de independencia nacional: llevándose por delante un siglo de sumisión a las reglas del capitalismo mundial y enfrentando a la vez al comunismo, la irrupción del peronismo suscitó un escándalo universal. En 1951, cuando parecían superados los problemas internos, Perón (s/d: 287) tenía que reconocer la gravedad del problema externo. Toda la prensa liberal, la diplomacia, la opinión pública occidental en contra, y paralelamente la hostilidad del sindicalismo internacional, la intelectualidad de izquierda, los universitarios, donde la influencia comunista era en aquellos años indiscutible. Vargas se hizo perdonar muchas cosas incorporando al Brasil en el frente aliado y pactando con Prestes. Los gobiernos del PRI, que también enviaron tropas a la guerra, mantuvieron cierto modus vivendi con las izquierdas. Perón, en cambio, era imperdonable. La incomprensión en el terreno internacional es hasta hoy un déficit del peronismo, que no deriva tanto de sus excentricidades como de la leyenda negra que sus enemigos propalaron sistemáticamente a diestra y siniestra durante décadas.
Los actores sociales
Conforme a la lógica "evolucionista" de Perón
(ver cap. II, 1), su programa gubernativo no fue una ideación ex nihilo,
sino el encauzamiento de una tendencia: la industrialización. Esa realidad
nueva en sus magnitudes tenía sus protagonistas, sectores sociales en
formación, que debían ser también los actores del proyecto: obreros y
empresarios.
El informe atribuido a José Figuerola que sirvió de base a los planes del Consejo Nacional de Posguerra (1945) comenzaba registrando un dato estadístico: en 1943, el valor neto de la producción industrial superaba por primera vez en la historia argentina el de la producción agropecuaria. El "esquema de la situación" incluía el desplazamiento de mano de obra del campo a los centros fabriles, el impulso que había adquirido la industria al iniciarse la guerra, el crecimiento de la afiliación sindical y la conflictividad obrera, a pesar de la dispersión organizativa en razón de banderías ideológicas; el importante sector empresario, salvo excepciones, se desinteresaba de la situación social y del progreso nacional. A las prudentes propuestas de aquel informe, que hablaba de diversificar industrias, lograr plena ocupación, establecer un sistema de seguridad social y delimitar la intervención reguladora estatal sin interferir la "libertad económica", se agregó posteriormente un conjunto de medidas de inconfundible cuño forjista, tendientes a nacionalizar los enclaves dominantes del capital extranjero y a poner en manos del Estado los instrumentos fundamentales de regulación de la economía. Fue así que en el interregno entre el triunfo electoral de Perón y su asunción del mando, el presidente Farrell firmó doce decretos que, entre otras disposiciones, creaban el IAPI, nacionalizaban el Banco Central y los depósitos bancarios y reorganizaban la banca oficial y las juntas reguladoras de la producción agropecuaria (H. Chumbita, 1988a: 77-78). Lo que nos interesa destacar aquí es que ese completo plan fue elaborado por un grupo de técnicos, militares, empresarios y sindicalistas que integraron el Consejo Nacional de Posguerra.
A través de la reforma social realizada desde la Subsecretaría de Trabajo y Previsión, Perón obtuvo la adhesión de los sindicatos ya existentes, estimulando la creación y reagrupamiento de otros, promoviendo la expansión de la sindicalización y la centralización orgánica: del medio millón de afiliados con que contaban las organizaciones nucleadas en tres centrales sindicales se llegó en pocos años a más de tres millones aglutinados en la estructura de la CGT (M. Murmis y J. C. Portantiero, 1971: 77 y ss.). En los sindicatos de la industria, que fue el núcleo dinámico de este proceso una gran proporción de migrantes del interior del país constituyeron una base mucho más "dispuesta" que los cuadros del anterior sindicalismo de izquierda. El 17 de octubre de 1945 se puso en evidencia que los obreros desbordaban el encuadramiento sindical de las viejas organizaciones, y el éxito fulminante del laborismo demostró que políticamente no respondían a los socialistas y comunistas.
La clase trabajadora en general, incluyendo además de los obreros y empleados urbanos a los trabajadores autónomos y a la entonces muy importante masa de obreros rurales, adhirió al peronismo y forjó dentro de éste su identidad social. De aquí pues que el movimiento obrero argentino, sin romper totalmente con su pasado de izquierda, adoptó sustancialmente las definiciones del nacionalismo popular. Esta realidad, considerada aberrante durante mucho tiempo, recién hoy comienza a ser admitida por el pensamiento de izquierda: "las clases sociales se constituyen desde el principio según complejos sistemas de significación históricos y locales; y no hay razón teórica alguna para suponer a priori que, por ejemplo, las tendencias nacionalistas, populistas o sindicalistas que caracterizan un determinado movimiento obrero en el contexto de un determinado régimen social de acumulación deban ser tratadas como meras desviaciones respecto de una pauta ideal de orientaciones y de comportamientos que serían globalmente imputables a la clase obrera" (J. Nun, 1987: 43). Los equívocos teóricos al respecto provienen obviamente de la visión eurocéntrica, sin advertir las disparidades entre la estructura de clases de las naciones del viejo mundo y las sociedades latinoamericanas, casi invertebradas, de industrialización reciente.
Esta clase trabajadora emergente no aspiraba a una revolución socialista. La propuesta de los partidos socialista y comunista era un frente progresista con los "partidos burgueses", es decir lo que fue la Unión Democrática (apoyada por los conservadores y por la embajada norteamericana). El programa laborista no iba más lejos que las propuestas del forjismo. La "revolución nacional" tenía un profundo sentido social, pero nadie pretendía la socialización de las fábricas ni de la tierra. Las propuestas sobre el accionariado obrero en cierto modo más avanzadas que las demandas sindicales tendían a preparar a la clase obrera para cogestionar y autogestionar las empresas; sin embargo, por motivos que no han sido suficientemente estudiados, los proyectos de este tipo no prosperaron. La utopía justicialista no fue por ello más modesta: si Marx había anunciado al proletariado el reino de la libertad, Perón le prometió el reino de la felicidad.
El proyecto de la revolución nacional apuntaba centralmente a terminar con la dominación del capital extranjero que caracterizó la etapa fundacional de la "Argentina moderna". No fue una revolución "anticapitalista" en el sentido de eliminar la propiedad privada de los medios de producción y de cambio, pero subordinó el modelo capitalista a una planificación con fines sociales y nacionales, y eliminó el dominio directo del capital externo sobre los servicios estratégicos banca, comercio exterior, transporte, energía, telecomunicaciones que permitían controlar el sistema económico. Fundó así también un ciclo de relativa desconcentración económica y de predominio del capital nacional en la producción. Las inversiones extranjeras, que en 1940 superaban el 20% del capital existente, pasaron a representar menos del 5% (A. Ferrer, 1968: 189 y ss.; E. F. Jorge, 1973: 150 y ss.). Sin embargo, la dependencia externa subsistió, indirectamente, en la medida en que no se consolidó un sistema de desarrollo industrial autocentrado, y el dinamismo expansivo de una nueva fase del capitalismo internacional impondría luego al país otras formas de dominación directa e indirecta.
Perón consideraba haber "superado" el capitalismo como régimen de "explotación del hombre por el hombre", según los términos que quedaron fijados en la Constitución justicialista, y que se resumen en el artículo 39: "El capital debe estar al servicio de la economía nacional y tener como principal objeto el bienestar social". Esto implicaba nada menos que deslegitimar la primacía del lucro individual como principio estructural de la economía y la sociedad. Los principios constitucionales del artículo 40 que estatizaban "la importación y exportación", los servicios públicos, las fuentes naturales de energía y otras actividades de interés general, significaron un recorte sustancial a la esfera privada, consolidando un sistema de economía mixta. Era sin duda un modelo avanzado, con rasgos socialistas, aunque compatible con el desarrollo de una burguesía nacional dispuesta a ocupar junto al Estado el lugar que dejaba vacante el retroceso del capital extranjero.
La debilidad social del proyecto radicó en su escaso eco en la clase empresaria. La burguesía industrial con la que se encontró Perón en 1943 prácticamente no existía como clase consciente de sus intereses históricos, como clase "para sí" en términos marxistas. Era un empresariado que apenas tenía expresión gremial o corporativa y carecía de proyección política e ideológica. En las entidades empresarias, por otra parte, predominaban los representantes de las "industrias tradicionales" (alimentación y bebidas) que surgieron desde principios de siglo fuertemente vinculadas a la vieja oligarquía agraria. La característica del sector desde 1930 a 1936 fue la proliferación de pequeñas y medianas empresas dedicadas a las nuevas industrias, cuyos propietarios provenían de los estratos medios y bajos de origen inmigratorio o eran recientes inmigrantes europeos; un indicador elocuente es que en 1935 el 60 % de los industriales no eran de nacionalidad argentina, lo cual explica básicamente la debilidad política del sector y su "complejo de inferioridad" frente a la clase terrateniente tradicional (E. F. Jorge, 1973: 146-154).
La paradoja es entonces que la emergente pequeña y mediana "burguesía nacional" que podía sustentar el proyecto industrialista, en una gran proporción ni siquiera se había naturalizado en el país. Estos empresarios no podían entender la propuesta de "construir la nación" o emancipar al país de la dominación extranjera, y no simpatizaban con los sindicatos. A pesar de los incentivos que les brindaba el peronismo, sobre todo con su política de crédito industrial, veían la legislación obrera como una agresión a sus intereses, y por cierto ésta afectaba más a los empresarios más pequeños. La cúpula de la Unión Industrial Argentina se alineaba con la clase dirigente tradicional, y Perón sólo obtuvo la adhesión de un sector encabezado por el metalúrgico Miguel Miranda que fue su primer ministro de Economía y el textil Raúl Lagomarsino.
Fue en aquellos tiempos iniciales cuando Perón utilizó el argumento de que sus reformas sociales eran la manera de cerrarle el paso al comunismo, invocando una "amenaza proletaria" en realidad poco consistente (Buchrucker, 1987: 392-393). Lo cierto es que el peronismo necesitaba el concurso de la clase empresaria, y trató empeñosamente de lograrlo, sin ceder por eso en su política social. No obstante, la burguesía no ingresó como tal al peronismo. La CGE encabezada por José Ber Gelbard, se consolidó recién bajo el segundo gobierno peronista, y llegó a tener un papel destacado en 1955 al organizar el Congreso de la Productividad junto con la CGT; pero nunca se incorporó como rama del movimiento.
Algunos análisis del peronismo como "proyecto burgués sin burguesía" señalan un presunto papel "vicario" de los militares como sustitutos de aquella clase dirigente. Es verdad que en la planificación del gobierno justicialista jugó un papel importante la expectativa de una inminente tercera guerra mundial y la concepción de la industrialización como base de la autarquía económica y la defensa nacional. El grupo de militares que encabezó Perón expresaba de algún modo los intereses industriales a partir de sus propias motivaciones profesionales, algo que se ha reiterado en la experiencia latinoamericana (T. S. Di Tella, 1985: 298). Ernesto López (1988: 83 y ss.) señala que durante la primera presidencia se realizó una verdadera "reforma militar", inspirada en la doctrina de la defensa nacional que Perón había esbozado ya en 1944. A la par que la expansión y modernización de las fuerzas armadas, el desarrollo de la producción para la defensa incluso industrias de punta dirigidas por los militares contribuyó al proceso industrialista. La política militar peronista, que después de 1946 exigía la subordinación a los poderes constitucionales, se orientaba a un "profesionalismo comprometido pero prescindente".
Pero, como observa Alain Rouquié (1987: 55-98), la oficialidad veía con aprehensión los llamados de Perón a la lucha social y el aumento del poder sindical. Frente a las reformas que facilitaban el ascenso de los suboficiales el componente popular de la institución muchos oficiales adoptaron la misma actitud que las clases medias ante el ascenso de los obreros. Luego de los fallidos alzamientos de 1951 y 1952, se intentó "peronizar" o controlar la institución introduciendo el estudio obligatorio de la "Doctrina Nacional" y privilegiando las lealtades personales, pero ello resultó más bien contraproducente. El conflicto con la Iglesia completó la evolución antiperonista de gran parte de la oficialidad. En definitiva, ésta siguió el mismo comportamiento que la "clase media" civil.
Después de 1955 y de las "purgas" internas, sistemáticamente radiados los periódicos brotes de peronismo, las fuerzas armadas fueron instrumentadas como partido militar, que intentaría incluso realizar su vocación de "partido único" dictatorial (A. Fleitas, 1983: 35 y ss.). En su tercer gobierno, basado en equipos civiles, Perón procuró separar a los militares de la política y "poner en su lugar" a las fuerzas armadas en la defensa nacional, optando por imponerles una conducción profesionalista (C. A. Alvarez, 1983: 56-57). La evolución del movimiento muestra así un eclipse del inicial componente militar, tal como sucedió con el cardenismo y el varguismo, aunque siempre se mantiene latente la expectativa de recuperar la histórica "unidad pueblo-ejército". Los golpes militares invariablemente explotaron y defraudaron esas ilusiones, y la experiencia extrema del Proceso las aventó tal vez por mucho tiempo.
Algo similar ocurrió con la corporación eclesiástica, aunque en ésta influyeron más directamente factores de carácter internacional. La Iglesia Católica evolucionó de un cierto compromiso con el justicialismo, a partir de la sanción de la enseñanza religiosa en la escuela pública y de las coincidencias doctrinarias en el socialcristianismo, a las denuncias que encabezó el padre Meinvielle contra "el proceso de estatización y proletarización" y al conflicto abierto que culminó con la ley de divorcio y el proyecto constitucional de separación de la Iglesia y el Estado (F. Chávez, 1975). No obstante la posterior y gradual reconciliación de Perón con la Iglesia, y la subsistencia de permanentes vinculaciones entre los cuadros católicos y el movimiento, la mayoría de la jerarquía eclesiástica argentina se ha inclinado por un conservadurismo difícilmente conciliable con el peronismo.
La vuelta al poder del movimiento peronista en 1973 retomaba las líneas maestras de la experiencia anterior: así como Perón había alentado a los equipos técnico-profesionales para que cumplieran el papel del Consejo Nacional de Posguerra, el programa se basó en un pacto de los actores sociales del proyecto: el movimiento obrero y los industriales "nacionales". Esta vez no participaron o no fueron convocadas las corporaciones militar y eclesiástica. En cambio, apareció como un nuevo protagonista el sector juvenil y universitario de las clases medias. En un plano menos aparente, tal como en el primer peronismo, también estaban los pequeños productores agrarios.
La conducción de la política económica fue asignada al titular de la CGE, que representaba a la pequeña y mediana empresa, particularmente del interior, y a una fracción de la burguesía industrial interesada en "llenar los espacios que dejarían las transnacionales" en una estrategia de desarrollo nacional autónomo (P. Paz, 1985: 67, 71 y ss.). El peronismo buscaba en estos sectores "un sujeto ajustado a su propio proyecto", el cual no era precisamente acomodarse al establishment, como interpreta Giussani (1983: 212 y ss.); la "caza del sujeto" no se dirigía al "mundo empresario" en general, sino al sector que pudiera jugar un papel en el proyecto nacional-popular. La industria de capital nacional que representaba Gelbard venía siendo desplazada desde los años '60 por la expansión y la mayor productividad de las transnacionales y otros grupos económicos. No era una fracción hegemónica, lo cual fue un factor de debilidad del proyecto, aunque su fracaso se explica en el cuadro más amplio de las contradicciones sociales y políticas de ese momento (ver cap. n, 2).
En 1989, otra vez el problema del peronismo, para ser fiel a su historia, era articular un acuerdo entre trabajadores y empresarios actualizando su proyecto básico. La inesperada solución que planteó el gobierno de Menem, pactando con el núcleo del poder económico, implicaba un giro que consideramos en la última parte de este trabajo.
En conclusión
Concluyendo el tema de la naturaleza social del
peronismo, es posible ahora sintetizar la respuesta a las primeras cuestiones
que nos planteamos. El peronismo no puede explicarse en el marco de las
categorías del espectro político europeo, sino en el contexto de la historia
latinoamericana, como uno de los movimientos nacional-populares que la
caracterizan y que responden a las constantes de sus tradiciones de lucha
social y política. Las coincidencias con otros populismos que aparecen en la
época de la industrialización sustitutiva en países como Brasil y México
señalan la identidad de fondo de la realidad de América Latina, y la diversa
evolución que siguen muestra las posibilidades que abrió aquel momento
formativo.
A partir de su formación militar y de una concepción estratégica de la defensa, Perón infundió al movimiento, como misión superior, la construcción de la unidad y la grandeza nacional en el marco de la unión latinoamericana, y le imprimió su peculiar estilo de conducción abarcadura y antisectaria. Los sujetos sociales que convergieron en el justicialismo los trabajadores, empresarios, las corporaciones militar y eclesiástica, los sectores medios aportaron sus particularidades culturales, pero la fuerza predominante fue la de la clase trabajadora, que encarnó con mayor consecuencia la lucha del movimiento y encontró en él su identidad política.
Como decía Hernández Arregui y a pesar de la teoría de las correspondencias ideológicas de clase el peronismo es el partido nacional de los trabajadores. De allí deriva su "peligrosidad", tanto para la estabilidad del sistema de hegemonía norteamericana en América Latina como para determinados grupos económicos comprometidos con un modelo excluyente de las mayorías populares. No es que el peronismo sea "anticapitalista" o que la clase obrera sea potencialmente socialista. El tercerismo justicialista está, en todo caso, "abierto a la realidad del futuro" (Perón, 1980: 26). Es un movimiento "revolucionario" no porque se proponga cambios violentos inmediatos, sino porque pretende transformar el sistema económico y social de la dependencia, y demostró históricamente que era capaz de hacerlo enfrentando todos los intereses internos y externos que se le oponían. Y, además, porque tales cambios tienden a proyectarse al resto del continente, con lo cual tendrían una dimensión y adquirirían una profundidad mucho más trascendente.
Es el partido de los trabajadores, y no de los empresarios. Pero como partido nacional, como movimiento nacional-popular, abarca otros estratos sociales, y también reclama necesariamente la incorporación de los empresarios a una estrategia común. Los empresarios no podrían pretender imponer un proyecto que responda solamente a la lógica de acumulación "capitalista", pero los trabajadores tampoco pueden obtener "gratis" la adhesión de aquéllos: la transacción resultará así en un proyecto interclasista, cuyos términos están sujetos a actualización en cada coyuntura en función de una relación de fuerzas y de un contexto de posibilidades.
Ninguna de las vertientes ideológicas que aportaron su caudal al peronismo explica por sí misma la doctrina ni el movimiento. Los estudios militares de Perón y el nacionalismo, especialmente a través de su corriente "populista", influyeron en los programas de Estado y en la arquitectura del movimiento, así como también incidieron más en determinados sectores que en otros el socialcristianismo y las tendencias socialistas y sindicalistas que gravitaban en el movimiento obrero.
Como continuación de una historia de luchas nacionales y populares, el peronismo es "un encadenamiento de memorias" en el que recoge las diversas experiencias del pasado, incluso las contribuciones que hicieron "instituciones de la patria" como la Iglesia o el ejército (negándose a aceptar que éstas sean apropiadas por el enemigo). Al asumir tradiciones dispares como las de la emancipación, el federalismo del siglo XIX y el yrigoyenismo, no deduce ni sacraliza un modelo institucional, sino una línea de contenido nacionalista y democrático. Ese caudal histórico, y el modelo de conducción amplio de Perón, han hecho coexistir en su seno a. los grupos y tendencias más disímiles, poniendo en riesgo su coherencia en determinados momentos críticos. El eje de articulación de tanta diversidad es, en última instancia, el mutuo reconocimiento de las parcialidades como elementos necesarios de una nación en proyecto.
Bibliografía
Abós,
Alvaro, Los sindicatos argentinos: Cuadro
de situación, mimeo CEPNA, 1984.
Abós,
Alvaro. El posperonismo, Buenos
Aires, Legasa, 1985.
Alberdi,
Juan Bautista, Escritos póstumos,
Buenos Aires, 1895-1901.
Alberdi,
Juan Bautista, Bases y puntos de partida
para la organización política de la República Argentina (1852).
Álvarez,
Carlos A., "El tercer gobierno de Perón", en Unidos, núm. 2, Buenos Aires, julio de 1983.
Andersen,
Martín Edwin, "Nuevas preguntas sobre Firmenich", en Página 12, Buenos Aires, 3 de marzo de
1989.
Apertura,
"Informe especial: Bunge & Born", en núm. 21, Buenos Aires,
julio/agosto de 1989.
Argumedo,
Alcira, Un horizonte sin certezas,
Buenos Aires, Puntosur, 1987.
Armada,
Arturo; González, Horacio y Wainfeld, Mario, Historia, contexto y perspectivas de la Renovación Peronista,
mimeo, Buenos Aires, 1986.
Astesano,
Eduardo, Historia de la independencia
económica, Buenos Aires, 1949.
Azpiazu,
Daniel; Basualdo, Eduardo y Khavisse, Miguel, El nuevo orden económico en la Argentina de los '80, Buenos Aires,
Legasa, 1987.
Bambirra,
Vania y Dos Santos, Theotonio, "Brasil: nacionalismo, populismo y
dictadura. 50 años de crisis social", en González Casanova, Pablo
(coord.), América Latina: historia de
medio siglo/1, México, Siglo XXI, 1977.
Baschetti,
Roberto (comp.), Documentos de la
resistencia peronista 1955-1970, Buenos Aires, Puntosur, 1988.
Basualdo,
Eduardo M., Deuda externa y poder
económico en la Argentina, Buenos Aires. Nueva América, 1987.
Bernetti,
Jorge Luis, El peronismo de la victoria,
Buenos Aires, Legasa, 1983.
Brocato,
Carlos Alberto, La Argentina que
quisieron, Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1985.
Buchrucker,
Cristian, Nacionalismo y peronismo. La
Argentina en la crisis ideológica mundial (1927-1955), Buenos Aires,
Sudamericana, 1987.
Buchrucker,
Cristian, "Unidad y diversidad en las corrientes internas del
justicialismo", en Miguens, J. E., Turner, F. C., Racionalidad del peronismo, Buenos Aires, Planeta, 1988.
CUA
(Centro Universitario Argentino), Doctrina
peronista, Buenos Aires, 1948.
Cafiero,
Antonio, Cinco años después, Buenos
Aires, 1961.
Cárdenas,
Gonzalo, "El peronismo y la cuña neoimperial”, en Cárdenas, G. et al., El peronismo, Buenos Aires, CEPE, 1973.
Cardoso,
Fernando Henrique y Faletto, Enzo, Dependencia
y desarrollo en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973.
Carmagnani,
Marcello, "Forma autoritaria y particularidades nacionales", en rev. Chile-América, núm. 70/71, Roma,
abril-junio de 1981.
Cavallo,
Domingo, La economía argentina entre 1989
y 1991, mimeo, Buenos Aires, 1989.
Consejo
Nacional de Posguerra, Ordenamiento
Económico-social, Buenos Aires, Kraft, 1945.
Cooke,
John Willíam, Peronismo y revolucíón,
Buenos Aires, Papiro, 1971.
Crassweller,
Robert, Perón y los enigmas de la
Argentina, Buenos Aires, Emecé, 1988.
Chávez,
Fermín, Perón y el peronismo en la
historia contemporánea, Buenos Aires, Oriente, 1975.
Chumbita,
Hugo, "La hora de la verdad", en Testimonio
Latinoamericano, núm. 21/22, Barcelona, diciembre de 1983.
Chumbita,
Hugo, "Latinoamericanidad: la apertura a lo imaginario", en Alternativa Latinoamericana, núm. 6,
Mendoza, 1987.
Chumbita.
Hugo, "Empresas estatales: todo comenzó con un proyecto", en Unidos, núm. 18, Buenos Aires, abril de
1988 a.
Chumbita,
Hugo, La participación de los
trabajadores en la gestión como factor de modernización de las empresas
públicas, mimeo, IDEF, 1988 b.
De
Ipola, Emilio. "La difícil apuesta del peronismo democrático", en
Nun, J. y Portantiero, J. C. (comp.), Ensayos
sobre la transición democrática en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur,
1987.
De
Riz. Liliana, Retomo y derrumbe: el
último gobierno peronista, México, Folios, 1981.
Diamand,
Marcelo, Doctrinas económicas, desarrollo
e independencia, Buenos Aires, Paidós, 1973.
Díaz Alejandro, Carlos F., Exchange rate devaluation in
semi-industrialized country. The
experience of Argentina, 1955-1961, The MIT Press, 1965.
Di
Tella, Guido, Perón-Perón 1973-1976,
Buenos Aires, Sudamericana, 1983.
Di
Tella, Torcuato S., Clases sociales y
estructuras políticas, Buenos Aires, Paidós, 1974.
Di
Telia, Torcuato S., Sociología de los
procesos políticos, Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 1985.
Díaz
Araujo, Enrique, La conspiración del 43,
Buenos Aires, La Bastilla, 1971.
Fayt,
Carlos S., La naturaleza del peronismo,
Buenos Aires, Viracocha, 1967.
Feinmann,
José Pablo, López Rega, la cara oscura de
Perón, Buenos Aires, Legasa, 1987.
Feria,
Salvador, Mártires y verdugos: sentido
histórico del 9 de junio de 1956, Buenos Aires, 1964.
Feria,
Salvador, El drama político de la
Argentina contemporánea, Buenos Aires, Lugar, 1985.
Ferrer,
Aldo, La economía argentina, Buenos
Aires, FCE, 1968.
Fleitas
Ortiz de Rosas, Abel. "El peronismo y las FFAA", en Unidos, núm. 2, Buenos Aires, julio de
1983. Forni, Floreal, "Catolicismo y peronismo" I y II, en Unidos, núm. 14, abril de 1987, y núm.
17, diciembre de 1987.
Frondizi,
Silvio, La realidad argentina, Buenos
Aires, Praxis, 1959.
Furtado,
Celso, La economía latinoamericana,
México, Siglo XXI, 1987.
Germani,
Gino, Política y sociedad en una época de
transición, Buenos Aires, Paidós, 1962.
Germani,
Gino, "El surgimiento del peronismo: el rol de los obreros y de los
migrantes internos", en Desarrollo
Económico, 13, 51, Buenos Aires, octubre-diciembre de 1973.
Gíllespie,
Richard, Soldados de Perón. Los
Montoneros, Buenos Aires, Grijalbo, 1987.
Gilly,
Adolfo, "Once tesis sobre México", en rev. Coyoacán, núm. 1, México, octubre-diciembre de 1977.
Gilly,
Adolfo y otros, Interpretaciones de la
Revolución Mexicana, México, Nueva Imagen, 1979.
Giussani,
Pablo, Montoneros. La soberbia armada, Buenos Aires, Sudamericana-Planeta,
1984.
Godio,
Julio, Perón. Regreso, soledad y muerte
{1973-1974), Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.
González,
Horacio, "El general de la conciencia desdichada", en Unidos, núm. 5, Buenos Aires, abril de
1985.
González,
Horacio, "La revolución en tinta limón. Recordando a Cooke", en Unidos, núm. 11/12, Buenos Aires,
octubre de 1986.
Green,
Raúl y Laurent, Catherine, E1 poder de
Bunge & Born, Buenos Aires, Legasa, 1988.
Hernández
Arreguí, Juan José, La formación de la
conciencia nacional, Buenos Aires, Plus Ultra, 1973 a.
Hernández
Arregui, Juan José, Nacionalismo y
liberación, Buenos Aires, Corregidor, 1973 b.
Hirst,
Mónica, "Vargas y Perón, las relaciones argentino-brasileñas", en Todo es Historia, núm. 224, Buenos
Aires, diciembre de 1985.
lanni,
Octavio, La formación del Estado
populista en América Latina, México, 1975.
INDEC,
La pobreza en la Argentina, Buenos
Aires, 1984.
Informe de
Crisis
núm. 1, "El plan BB", Buenos Aires, 13 de julio de 1989.
Ionescu,
Ghita y Gellner, Ernst, Populismo, su
significado y características, Buenos Aires, Amorrortu. 1970.
Ivancich,
Norberto y Wainfeld, Mario, "El gobierno peronista 1973/1976: los
Montoneros", I, II y III, en Unidos,
núm. 2, julio de 1983; núm. 6, agosto de 1985; núm. 7/8, diciembre de 1985.
Jaguaribe,
Helio, Problemas do desenvolvimento
latinoamericano, Río de Janeiro, 1967.
Jauretche,
Arturo, Forja y la década infame,
Buenos Aires, Coyoacán, 1962.
Jauretche,
Arturo, El medio pelo en la sociedad
argentina, Buenos Aires, Peña Lillo, 1966.
Jauretche,
Arturo, Los profetas del odio y la yapa,
Buenos Aires, Peña Lillo, 1967.
Jorge,
Eduardo F., Industria y concentración
económica, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973.
Jozami,
Eduardo, "Un estado para pocos", cuaderno de Crisis, núm. 30, Buenos Aires, julio de 1987.
Junta
Militar, "Bases políticas de las fuerzas armadas para el proceso de
Reorganización Nacional", en diario Convicción,
Buenos Aires, 20 de diciembre de 1979.
Kaplan,
Marcos, "50 años de historia argentina (1925-1975}: el laberinto de la
confusión", en González Casanova, P, América
Latina: historia de medio siglo/1, México, Siglo XM, 1977.
Kusch,
Rodolfo, La seducción de la barbarie,
Buenos Aires, Fundación Ross, 1983.
Labastida,
Julio. "De la unidad nacional al desarrollo estabilizador
(1940-1970)", en González Casanova, P., América Latina: Historia de medio siglo/2, México, Siglo XXI, 1985.
Labiaguerre,
Juan (comp.), El primer peronismo,
Buenos Aires, Fundación Simón Rodríguez-Biblos, s/d.
Laclau,
Ernesto, Política e ideología en la
teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo, Madrid, Siglo XXI, 1978.
Leuco,
Alfredo y Díaz, José Antonio, El heredero
de Perón. Menem, entre Dios y el diablo, Buenos Aires, Planeta, 1988.
Lipietz,
Alain, Mirages e milagres. Problemas da
industrializaçậo no Terceiro Mundo, San Pablo, Nóbel, 1988.
Lipset,
Seymour Martin, El hombre político,
Buenos Aires, Eudeba, 1963.
López,
Ernesto, "Peronismo: hacia el oeste del paraíso", en Unidos, núm. 11/12, Buenos Aires,
octubre de 1986.
López,
Ernesto, "El peronismo en el gobierno y los militares", en Miguens,
J. E. y Turner, F. C., Racionalidad del
peronismo, Planeta, Buenos Aires, 1988,
Luna,
Félix, Perón y su tiempo, 3 vols.,
Buenos Aires, Sudamericana, 1986.
Martins
Rodríguez, Leoncio, "Sindicato y Estado en el régimen varguista", en
S. Buarque de Holanda y B. Fausto, Historia
general da ciuilizaçậo brosileira, San Pablo, Difusậo Europeia do Livro,
III, 1977.
Menem,
Carlos y Duhalde, Eduardo, La revolución
productiva, Buenos Aires, s/d.
Miguens,
José Enrique y Turner, Frederick C., Racionalidad
del peronismo, Buenos Aires, Planeta, 1988.
Murmis,
Miguel, Portantiero, Juan Carlos, Estudios
sobre los orígenes del peronismo, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.
Navarro,
Marysa, "Evita, el peronismo y el feminismo", Miguens, J. E. y
Turner, F. C., Racionalidad del peronismo,
Buenos Aires, Planeta, 1988.
Nun,
José y Portantiero, Juan Carlos (comp.), Ensayos
sobre la transición democrática en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur,
1987.
O'Donnell
Guillermo, El Estado burocrático
autoritario (1966-1973), Buenos Aires, Editorial de Belgrano, 1982.
PJ
(Partido Justicialista), La Renovación
Peronista, un proyecto para la Nación, Buenos Aires, 1985.
Page,
Joseph A., Perón, 2 vols., Buenos
Aires, Javier Vergara, 1984.
Palermo,
Vicente, Peronismo, hoy: dilemas del
movimiento o desafíos del partido, mimeo, Buenos Aires, 1988.
Palomino,
Mirta L. de, "Las organizaciones empresarias frente al gobierno
constitucional", en Nun, J. y Portantiero, J. C. (comp.), Ensayos sobre la transición democrática en
la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1987.
Pasquino,
Gianfranco, "Regímenes corporativos excluyentes y modelo
corporativo", en rev. Chile-América,
núm. 70/71, Roma, abril-junio de 1981.
Pastor,
Reynaldo, Frente al totalitarismo
peronista, Buenos Aires, Nuevas Bases, 1959.
Paz,
Pedro, "Proceso de acumulación y política económica", en Jozami, E. y
otros, Crisis de la dictadura argentina,
México, Siglo XXI, 1985.
Perón,
Juan Domingo, Conducción política
[1951], Buenos Aires, SIPA, s/d.
Perón,
Juan Domingo, La comunidad organizada
[1949], Buenos Aires, CEPE, 1974.
Perón,
Juan Domingo, La hora de los pueblos
[1968], Buenos Aires, Volver, 1984.
Perón,
Juan Domingo, Los vendepatria [1957],
Buenos Aires, Rueda y Brachet-Cota, 1983.
Perón,
Juan Domingo, Organización peronista
[1954], Buenos Aires, Ed. de la Reconstrucción, 1976.
Perón,
Juan Domingo, Modelo argentino
[1974], Buenos Aires, Pueblo Entero, 1980.
Perón-Cooke,
Correspondencia, tomos I y II
[1956-1966], Buenos Aires, Parlamento, 1984.
Potash,
Robert A., El ejército y la política en
la Argentina. 1945-1962, Buenos Aires, Sudamericana, 1984.
Pozas
Horcasitas, Ricardo, "La consolidación del nuevo orden institucional en
México (1929-1940)", en América
Latina; Historia de medio siglo/2, Buenos Aires, Siglo XXI, 1985.
Przeworski,
Adam y Wallerstein, Michael, "El capitalismo democrático en la
encrucijada", en Punto de Vista
núm. 34, Buenos Aires, julio/setiembre 1989.
Puiggrós,
Rodolfo, E1 peronismo. Sus causas,
Buenos Aires, Puntosur, 1988.
Ramos,
Jorge Abelardo, América Latina: un país,
Buenos Aires, Octubre, 1949.
Ramos,
Jorge Abelardo, La lucha por un partido
revolucionario, Buenos Aires, Pampa y Cielo, 1964.
Ramos,
Jorge Abelardo, Revolución y
contrarrevolución en la Argentina, 5 vols., Buenos Aires, Plus Ultra, 1973.
Rapetti,
Ricardo F., "Movimiento y partido", en Frenkel, Leopoldo (comp.}, El sindicalismo, Buenos Aires, Legasa,
1984.
Reyes,
Cipriano, La farsa del peronismo,
Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1987.
Rivera,
Enrique, Peronismo y frondizísmo,
Buenos Aires, Patria Grande, 1958.
Rock, David (editor), Argentina in the Twentieth Century,
Londres, 1975.
Rouquié,
Alain, "Hegemonía militar. Estado y dominación social", en Rouquié,
A. (comp.), Argentina hoy, Buenos
Aires, Siglo XXI, 1982.
Rouquié,
Alain, Poder militar y sociedad política
en la Argentina. II: 1943-1973, Buenos Aires, Emecé, 1987.
Sampay,
Arturo E., Constitución y pueblo,
Buenos Aires, Cuenca, 1974.
Scalabrini
Ortiz, Raúl, Política británica en el Río
de la Plata, Buenos Aires, Plus Ultra, 1965.
Schvarzer,
Jorge, Bunge & Born, crecimiento y
diversificación de un grupo económico, Buenos Aires, CISEA, 1989.
Sebreli,
Juan José, "Raíces ideológicas del populismo", en Bayer, Osvaldo, et al., El populismo en la Argentina, Buenos Aires, Plus Ultra, 1974.
Sebreli,
Juan José, Los deseos imaginarios del
peronismo, Buenos Aires, Legasa, 1983.
Senén
González, Santiago, El sindicalismo
después de Perón, Buenos Aires, Galerna, 1971.
Senén
González, Santiago, El poder sindical,
Buenos Aires, Plus Ultra, 1978.
Sigal,
Silvia y Verón, Eliseo, Perón o muerte.
Los fundamentos discursivos del fenómeno peronista, Buenos Aires, Legasa,
1986,
Sola,
Felipe, Empresas y sujetos sociales en la
agricultura moderna, mimeo, Buenos Aires, CISEA, 1985.
Sola,
Felipe, "Agro para recordar", en Unidos,
núm. 10, Buenos Aires, junio de 1986.
Soler,
Sebastián, "Democracia ¿qué es, cómo se llega?, ¿quiénes sí, quiénes
no?", separata de la revista Gente,
Buenos Aires, junio de 1980.
Sorman,
Guy, La solución liberal, Buenos
Aires, Atlántida, 1984.
Spilimbergo,
Jorge Enea, El socialismo en la Argentina,
Buenos Aires, Octubre, 1974.
Spilimbergo,
Jorge Enea, "Las elecciones del '89. Socialismo y peronismo en el frente
nacional", en Izquierda Nacional,
Suplemento especial, Buenos Aires, julio de 1988.
Sunkel,
Osvaldo y Paz, Pedro, El subdesarrollo
latinoamericano y la teoría del desarrollo, Madrid, Siglo XXI, 1973.
Trento,
Angelo, "Pueblo, líderes y alianzas interclasistas en la experiencia
brasileña de 1930 a 1964", en rev. Chile-Améríca,
núm. 70/71, Roma, abril-junio de 1981.
Vicens,
Mario y Gerchunoff, Pablo, “Gasto público, recursos públicos y financiamiento
en una economía en crisis”, mimeo, Buenos Aires, 1989. (cit. en Página 12, 28 de febrero de 1989.)
Vilar,
Sergio, Fascismo y militarismo,
Barcelona, Grijalbo, 1978.
Villarreal,
Juan, "Los hilos sociales del poder", en Jozami, E. y otros, Crisis de la dictadura argentina,
México, Siglo XXI, 1985.
Villarreal,
Sofía, "La Unión Industrial Argentina", en Nun, J. y Portantiero, J.
C. (comp.), Ensayos sobre la transición
democrática en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1987.
Vinocur,
Pablo y Minujin, Alberto, "¿Quiénes son los pobres?", mimeo, Buenos
Aires, 1988.
Waldmann,
Peter, El peronismo 1943-1955, Buenos
Aires, Hyspamérica, 1985.
Walsh,
Rodolfo, Operación masacre, Buenos
Aires, Ed. de la Flor, 1972.
Weffort,
Francisco, O populismo na política
brasileira, Rio de Janeiro, 1978.
Worsley,
Peter, "El concepto de populismo", en Ionescu, G. y Gellner, E., Populismo, su significado y características,
Buenos Aires, Amorrortu, 1970.
Yanes,
Luis y Gerber, Marcos, “Crisis de acumulación, reformulación del Estado y las
nuevas modalidades de regulación del sistema regional”, mimeo, Buenos Aires,
CEUR-FFE, 1988.
No hay comentarios:
Publicar un comentario