Prólogo
En las vísperas del golpe de estado del 4 de junio
de 1943
se crearon las condiciones de un período de inestabilidad política que,
a través de distintas fases y con diversos grados de intensidad,
se prolongó hasta octubre de 1945.
En aquellos años se desenvolvió una transición
entre las
formas agotadas de la democracia fraudulenta,
bajo las cuales se enmascaró el
poder oligárquico durante la “década infame”,
y la irrupción de un régimen de
base popular,
construido en torno a una estructura que,
por su singular
equilibrio interno,
bien puede ser considerada de tipo bonapartista.
Justamente
un siglo antes,
Carlos Marx había sido el primero en hacer alusión
a este tipo
de fenómenos históricos,
producto de una especial paridad de fuerzas,
al
estudiar la etapa que media entre
la revolución francesa de febrero de 1848
y
el golpe de estado de Luis Napoleón de diciembre de 1851.
Con singular
perspicacia el revolucionario alemán
describió una situación de crisis general,
en la cual el antagonismo de perspectiva catastrófica
entre el proletariado y
la burguesía,
había dado lugar a la aparición de una jefatura
en cierto modo
arbitral,
cuyo papel fundamental era el de reorganizar compulsivamente
al
bloque tradicional,
debilitado por el fraccionamiento de las clases dominantes
y por la escisión entre la clase y sus expresiones políticas.
Marx destacaba en
ese entonces el juego independiente
que adquiría bajo esas circunstancias el
aparato del Estado
y su influyente burocracia.
Sin embargo,
el fundador de la
Internacional distinguía muy bien
el bonapartismo reaccionario que encarnaban
Luis Bonaparte o Bismarck,
del que habían llegado a expresar a consecuencia
de
reagrupamientos sociales de naturaleza progresiva,
Julio César o Napoleón I.
Posteriormente Antonio Gramsci advertiría
sobre el carácter polémico-ideológico
de la fórmula en cuestión y en consecuencia,
sobre la necesidad de examinar
cada situación
a través de su trama histórica concreta.
Para el brillante
marxista italiano,
el ciclo posible del bonapartismo como mediación
entre
fuerzas progresivas estaba concluido,
y por lo tanto su reaparición en el curso
de la lucha entre clases inconciliables,
no haría más que agudizar el
enfrentamiento.
Pero si en el siglo XX,
interpuesta en el campo del
antagonismo fundamental
entre el proletariado y la burguesía metropolitanos,
la
solución providencial resultaba francamente reaccionaria,
en los países
atrasados y dependientes,
en los cuales el equilibrio interno había sido
alterado
por la penetración imperialista,
el bonapartismo podía todavía llegar
a ser
la expresión de una serie de clases sociales empeñadas
en el
desenvolvimiento de las tareas nacionales y democráticas.
León Trotski había
observado tal propensión
en las jefaturas de ciertos movimientos nacional
burgueses
de América Latina, particularmente en México
de la segunda parte de
los años 30’
bajo el gobierno del general Lázaro Cárdenas,
cuya naturaleza
arbitral se imponía sobre
la debilidad de la burguesía nativa
y la inmadurez de
las masas recientemente proletarizadas,
a las que atraía por sus consignas
populares y antiimperialistas
y sobre las que ejercía un estricto control.
Precisamente en Argentina,
el período que se
extiende entre principios de 1943 y fines de 1945,
exhibe los rasgos
característicos de las situaciones
en cuyo seno se gestan las soluciones
bonapartistas.
En ese lapso,
que prácticamente abarca la historia del régimen
del 4 de junio,
los acontecimientos probaron la existencia de
una crisis de
hegemonía dentro del viejo bloque dominante,
que tras la muerte del general
Agustín P. Justo
carecía de una jefatura capaz de reorganizar en sentido amplio
todas sus fuerzas,
y de una quiebra de representatividad
por parte de los
partidos populares,
asimilados de una u otra forma al sistema oligárquico.
La
vieja clase dirigente se había dividido entre conservadores y liberales,
y
estos últimos, en minoría en el gobierno de Castillo,
no contaban con apoyo de
la burocracia del estado
ni con suficiente influencia en las fuerzas armadas,
como para intentar una recomposición del bloque por arriba.
A su vez el
radicalismo,
agotado su contenido original,
derivaba en la degradación
alvearista y, finalmente,
socialistas y comunistas,
cada vez más alejados de
las grandes masas de reciente proletarización,
se erigían en el ala izquierda
del frente tradicional.
Simultánea a la crisis de hegemonía
y a esa pérdida
de representatividad
del régimen en su conjunto,
el capitalismo que se
desarrolló
a la sombra de la bancarrota del 29’
y de la guerra mundial,
creó
nuevas necesidades cuya satisfacción
entraba en colisión con el clásico
programa librecambista.
El nacionalismo militar del 4 de junio
constituyó la
primera manifestación de esa necesidad,
pero ni los hombres del GOU
ni la
burguesía nacional,
tenían capacidad para quebrar el equilibrio inestable
que
se estableció tras el golpe militar.
Por lo tanto la crisis de poder que
estalló
en octubre de 1945 resolvió de modo original el dilema.
Ya que el
bloque tradicional no podía seguir
ejerciendo la jefatura de la nación,
y ni
los burgueses nativos ni su expresión subrogante,
el nacionalismo uniformado,
estaban en condiciones de establecer
los principios de su propia hegemonía,
la
solución a la crisis habría de adquirir un carácter bonapartista.
Bajo estas
circunstancias,
la conducción de Perón encerró un doble significado.
De una
parte resultó ser la fórmula inevitable de
un movimiento signado por la
contradicción
entre el carácter proletario de su base y
el contenido burgués de
su programa y,
de la otra, fue la consecuencia de un equilibrio,
dentro del
cual las fuerzas progresivas
avanzaron hasta cierto punto,
pero dejaron
intactas las bases sociales
del orden oligárquico-burgués.
Precisamente esa
particular correlación política y social
fue la que fijó en buena medida la
progresividad
y los limites del peronismo en el poder
y el papel de su jefe,
cuyas respectivas historias están altamente
condicionadas por el período
preparatorio
que culmina el 17 de octubre de 1945.
No hay comentarios:
Publicar un comentario